13 may 2022

1971 UN MONUMENTO PARA LA HISTORIA DE VILLENA

UN MONUMENTO PARA LA HISTORIA DE VILLENA
Por… Antonio Tovar
De la Real Academia Española
Una mañana, por los fines de verano de hace casi medio siglo, llegamos a la ciudad: tenia al pie de su sierra, de color como de plata vieja, su castillo de tonos dorados, y dos torres cuadradas de iglesia, con su elegante chapitel cada una. El tren nos había dejado allí temprano, y muy pronto me lancé a las luminosas calles, para encontrar a mis primeros amigos.
Pasé allí años aún infantiles, correteando a veces por los caminos de la huerta, donde aprendí a fabricar flautas de caña y a gustar, lavadas en las acequias de las hortalizas. Eran al llegar las primeras semanas del curso, que me encantaban con los libros nuevos de materias aun desconocidas. Vino enseguida la feria, con sus casetas de turrón, sus caballitos y, a veces, el circo. Y así se fue desarrollando varias veces el ciclo completo, con los carnavales, las pascuas con sus cantos y sus «toñas», y luego, pasado el verano, las fiestas de moros y cristianos, que me habían gustado más en el vecino Biar, donde eran mucho más ingenuas y se tomaba más en serio el mensaje en verso del moro al cristiano y al otro día del cristiano al moro, con la toma del castillo y las danzas guerreras y el desfile de la gran mahoma, el gigantón cuya cabeza hacían de barro los alfareros del pueblo, y delante del que danzaban litúrgicamente, por promesa a la Virgen, las mujeres, con aquellas máscaras de pantalón corto, chistera negra, caras tiznadas y gigantescas corbatas de pajarita que se llamaban «las espías».
En Villena pasé casi todos los años de bachillerato y asistí al colegio que dirigía el farmacéutico don Pascual Cortés. De los profesores que allí tuve me encuentro recordado en el libro de que voy a ocuparme a don Salvador Avellán, un sacerdote alto, severo, de gran manteo que me imagino ciceroniano, y que nos enseñaba latín y era capaz de explicar los trozos a veces endiablados (o así nos parecían) del libro de texto de don Vicente García de Diego, ahora mi respetable colega en la Real Academia. Don Salvador, después de descifrarnos los secretos del ablativo absoluto y de las oraciones temporales, sabía atraer nuestra atención con las historias de Villena, que él había buscado en los archivos.
En nuestra cabeza de trece años, en aquel destartalado local de la plaza de las Malvas, sonaban los nombres de don Enrique de Villena, el que no fue marqués sino en las historias de brujerías de la cueva de Salamanca, y de los linajudos Pacheco, que sí fueron marqueses, pero perdieron el se-ñorío ante los reyes Fernando e Isabel. Pero todo esto lo supimos muy vagamente pues la complicada historia por la que Villena fue sede en su castillo de don Juan Manuel, uno de los fundadores de nuestra literatura, y educado y hasta principado en manos de los infantiles de Aragón cantados en las coplas de Jorge Manrique, no cabía en nuestras mentes infantiles.
La verdad es que la historia de Villena, ciudad hoy alicantina, y antes marquesado y principado, en los confines del reino de Murcia con los de Aragón, no estaba escrita.
José María Soler, pocos años mayor que nosotros, los discípulos de latín de don Salvador Avellán, se convirtió en amigo mío cuando, ya al final de mi bachillerato, dediqué muchas horas del día al piano. Su gusto y conocimiento de la música lo retenían pacientemente sentado a mi izquierda durante las largas horas en que nos engolfábamos en uno u otro de los cinco volúmenes de las obras de Schumann o en que reexaminábamos «El clavecín bien templado», que en la escuela local de música (representada entonces por Gloria Marco, que había sucedido a su tío don José) era, como para Chopin, principal libro de estudio.
Soler ha dedicado su vida de la macera más desinteresada y completa, a su ciudad natal. El solo ha representado a lo largo de muchos años -no siempre fáciles- como una entera institución cultural, en la que el pasado de una ciudad histórica -mucha historia, que sin embargo no la abruma en su riente alicantinismo- se mantiene con digna conciencia. En el mismo piso con su balcón a la Corredera, desde el que se ve (o se veía) el castillo histórico, ha pasado largos años que le han resultado fecundos y llenos de acontecimientos. Fue a esa su casa donde, un día de invierno, en 1963, llegó con el fabuloso tesoro que él supo perseguir y descubrir y regalar a su patria, cual hoy se custodia en el Museo que lleva el nombre de nuestro admirable amigo.
Pero el espíritu curioso de Pepe Soler no se ha limitado a recoger en paseos, exploraciones y excavaciones el legado asombroso de la prehistoria villenense -con restos tan preciosos junto al incomparable tesoro de oro, como el guiso de ajicos con habas tiernas que carbonizado se conservó en las cabañas que destruyera un invasor allá por los tiempos de la edad de cobre. También ha explorado el rico archivo municipal, y allí ha encontrado, y la ha transcrito, y ahora la pública, la historia entera de su pueblo. Con el título modesto de «La Relación de Villena de 1575. Edición comentada y Apéndice documental», ha editado en el Instituto de Estudios Alicantinos algo más que la descripción de la ciudad que Felipe II encargó a cada municipio de España. Estimulada la obra por la copia que del original hizo en el Escorial don Francisco Ochoa Barceló para que la editara el ayuntamiento de Sax junto con la de este pueblo vecino, Soler ha encuadrado el texto de la relación un una selección de 175 documentos que realmente contienen la historia de Villena.
Con este volumen queda compensada la pérdida de una historia que escribió en el siglo pasado un don Eduardo Marín, cuyo manuscrito ha desaparecido, y se afirman y completan los datos que en diversas publicaciones habían dado a conocer don Salvador Avellán y su sobrino, el canónigo de Valencia don Gaspar Archent, que compuso un «Romancero villenense» de sabor épico. Y se suple la pérdida u olvido de otras historias, de Cristóbal de Mergelina (1668), de Fernando Hermosino (algo posterior) y de Ramón Joaquín Fernández Vila de Ugarte, la única que se imprimió, pero con erratas, en 1780.
La relación que firman los comisionados por el gobernador del marquesado y por el Ayuntamiento de Villena (60 páginas) es comentada por Soler en unas notas (130 páginas) que constituyen, no sólo una toma de posesión crítica ante cada una de las afirmaciones de los autores, sino una verdadera síntesis de la historia local. Tómese por ejemplo la nota 7 y se tendrá una historia de los señores de Villena, en toda la complicada serie de ambiciones e influencias en la zona fronteriza. Comienza con el infante don Manuel, (el hijo de San Fernando, y con la novelesca historia de su matrimonio con doña Constanza, la hija de Jaime el Conquistador, tan hermosa que su hermana Violante, la mujer de Alfonso el Sabio, la odiaba hasta el punto de que parecía necesario se casara con otro rey, para que nunca quedara a merced de su hermana. Quizá se pensó en crear un reino para don Manuel en esta zona de Murcia, que don Jaime pacifica personalmente. Soler se adentra en la crítica histórica para medir los motivos por los que el aragonés abandonó pacíficamente un reino que había sometido.
Rastrea después Soler las fechas en que se acredita estante en Villena el gran escritor don Juan Manuel, que fue «primer duque y príncipe de Villena», y supone que, del «Libro de los Estados» y del «de los Ejemplos», «muchas páginas fuesen redactadas entre los muros de la fortaleza villenense». E igualmente recoge Soler los recuerdos que el gran señor tenía de la caza de aves acuáticas y de montería en los campos, montes y lagunas de su posesión.
Extinguida trágicamente en los tiempos de Pedro el Cruel la rama de los Manuel, hereda sus derechos doña Juana Manuel, con ella emparentada, y casada con el nuevo rey Enrique II de Trastámara. Pero «el de las mercedes» hubo de ceder los señoríos de Villena a uno de los infantes de Aragón que habían venido a luchar con él contra su medio hermano don Pedro. Así comienza en don Alfonso de Aragón, nieto de Jaime II, el marquesado de Villana, para pasar a ducado otra vez en doña María, la que luego sería esposa de Alfonso el Magnánimo. Y así se pasó por alto, sin marque cado, al más famoso de los de Villena, D. Enrique de Aragón el astrólogo, el nigromante de la cueva de Salamanca, pues la Corona se lo quitó a su abuelo, y la promesa de los villenenses de reconocerlo como heredero de don Alfonso (la cual descubre Soler en el documento XXV de su colección) no pudo llevarle al marquesado, del que quedó en desairado pretendiente.
El señorío tenía mala suerte, pues el tercer duque, otro don Enrique de Aragón, hijo de Fernando de Antequera, murió a consecuencia de heridas recibidas en la batalla de Olmedo, luchando junto a don Álvaro de Luna.
Y es entonces cuando los Pacheco ganan, por merced del rey Juan II, a recomendación del príncipe, el futuro Enrique IV, el marquesado de Villena. Pero el poderoso estado no se mantiene más que dos generaciones, y en la obra de reorganización del Poder real a que se dedican los reyes Fernando e Isabel (y bien claro lo dicen los documentos que transcribe Soler del archivo municipal, donde se ve la hábil mano con que los Reyes levantan a los de Villena contra su señor feudal), los marqueses de Villena pierden casi todos sus estados y no guardan sino el título. Villana pasa a depender definitivamente de la Corona.
Naturalmente la especial importancia de Villena está relacionada con su situación fronteriza. Durante los siglos XIII al XV, las relaciones con Aragón son muy delicadas, y la influencia del reino vecino se hace notar en las vicisitudes del señorío y vinculación repetidas veces directa a las dinastías aragonesas. La lectura ce los factos de Villena en aquellos tiempos es un repaso a la historia de los dos grandes reinos y a los problemas de una frontera que, en los mismos documentos del archivo villenense ya se ve cuán abierta era para las relaciones políticas y económicas.
En los comentarios de Soler tenemos datos concernientes a la topografía de Villana y su término y a muchos aspectos de la vida económica; a la conservación de las murallas y el castillo y a los alcaides de éste; el nombre mismo de Villena y a sus iglesias, conventos y ermitas; a los apellidos y linajes locales y a la construcción de Santiago con sus obras de arte; a la administración municipal, y a los privilegios reales, cuya publicación completa anuncia. Se hace la historia del escudo de la ciudad y continuamente se dan pormenores que no eran conocidos de los historiadores anteriores.
A riesgo de extractar demasiado y fatigar al lector con resúmenes, no encuentro mejor modo de mostrar la riqueza que se encuentra en este libro. La «Relación» va acompañada de su cuestionario, tal como Soler lo ha hallado en el Catálogo de los manuscritos del Escorial. Críticamente se nos señala por qué las respuestas de los regidores villenenses están a veces falseadas: se temía llamar la atención del gobierno sobre las riquezas reales, y por eso se oculta la riqueza Forestal y se silencia la caza. Ya el rey Felipe se había quedado con las salinas, que los reyes habían antaño cedido al pueblo.
El apéndice documental, que Soler dice justificadamente es «la parte fundamental de nuestro trabajo», comprende casi cuatrocientas páginas y copia los documentos del archivo municipal, completándolos con los que se hallan publicados de otras fuentes. Allí tenemos desde los privilegios del infante don Manuel y del rey Sancho IV concediendo al Concejo de Villena el fuero de Lorca, y los dados por los reyes de Aragón para el comercio a través de la frontera y halagando a los señores del castillo con títulos de duque y príncipe, hasta las participaciones de reales alumbramientos en tiempo de Carlos III; desde las peticiones de tropas o el ajuste de los carreteros que fueron movilizados para la guerra de Granada, hasta el reconocimiento de los privilegios de Villena contra pueblos vecinos o frente el mismo Arzobispo de Toledo.
Otra vez le ha regalado José María Soler García un tesoro a su pueblo. Sin retocarlo, sin construir teorías ni guardárselo para interpretarlo él solo. Generosamente ha estudiado los archivos, los ha copiado cuidadosamente y los ha publicado. En notas a pie ofrece una verdadera historia local, pero él desaparece, borrándose ante el gran monumento. No sólo ha estudiado los documentos, sino que ha ido a los historiadores para ver lo que se sabía y lo que es nuevo. Como de paso nos dice lo que ha descubierto, después de haberse enterado de cuanto se sabía.
Sería indiscreto que yo, que no soy historiador, viniera a pretender avalar el gran trabajo de mi antiguo amigo. Me limito a darle las gracias como estoy seguro se las darán sus paisanos. Y ya en la media tarde de la vida, le agradezco la luz que hace caer sobre los juveniles días que pasé cerca de él en inolvidables tiempos, haciéndome ver Villena a la luz de su historia. Difundir tal luz es una de las flores de la cultura.
Extraído de la Revista Villena de 1971

1 comentario:

Anónimo dijo...

Maravilloso el pasaje en el que se diserta sobre el nombre de nuestro pueblo.

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