Por unas Fiestas Populares
por: Josevicente Mateo
Aunque uno, por la edad, los humores y los achaques, alarmantes ahora, es de prever que no las disfrute, aseguro a ustedes que una de mis mayores y más benignas curiosidades estriba en ver qué pasa con las fiestas, así en general; si, al fin, el pueblo, su dueño, las recupera o qué. Metidos en el tercer año sedicente, casi sediciosamente democrático, los indicios advertidos no parecen muy estimulantes. A uno, sin ir más lejos, en el pasado 78, cuando ejercía de «padre de la patria», le censuraban y a la postre vetaban un papel, como en los viejos tiempos, en la liberal ciudad de Alicante, simplemente por escribir la inocente perogrullada de que las Hogueras no eran propiedad de los señores Luciáñez y Valcárcel, alcalde y concejal gestor de diversiones públicas, respectivamente, a la sazón. Pasó entonces, pendientes de renovación por vía electoral los municipios, poro hogaño, ay, relegado a la condición de concejal, permanece instalado en la casa de la ciudad uno; ha gobernado la sanjuanada el otro, laicalmente confirmado por socialistas y comunistas, quién iba a imaginárselo.
En este infortunado país, al que tantos derechos se le escamotearon durante los años que no me atrevo a llamar idos, ni clausurados, no hubo fiestas. Cómo íbamos a hacerlas y tenerlas cuando son hijas de la libertad. Salíamos del lance, y aun a veces del percance, con algunas bellas mojigangas sucedáneas que —qué remedio—a menudo nos tomábamos lo bastante en serio como para creer en su autenticidad. Pero eran manipulaciones rituales de la Información y el Turismo, intromisiones autocráticas en el precio libre del juego que consciente o inconscientemente asumíamos para no reventar.
A nivel lúdico también, cómo no cuando la fiesta es asunto eminentemente ciudadano, andábamos esperando la mudanza de la administración local, esperando para no desesperar, aunque también advierte el dicho castizo que quien espera desespera, y motivos sobran para que el ánima más animosa definitivamente se desanime. Creíamos, al menos un servidor, ingenuo irremisible, que en cuanto el pueblo se hiciera con el gobierno municipal, se aviniera consigo, algunos asuntos, tales éstos, se pondrían en orden, o sea, en su natural, gozoso, deseable desorden. Porque si las fiestas no resultan insolentes, impertinentes, irrespetuosas, ácratas y anarcas en definitiva ante todo tipo de poder, díganme ustedes dónde vamos a encontrar un golfo o ínsula no coercitivos en esta sociedad que nos pone cerco y cepo.
Mas, el otro día ojeaba un folleto festivo de hogaño y veía el código iconográfico impuesto antaño: jefe de estado, presidente de gobierno, gobernador, alcalde. En aquel papel habían remozado las máscaras, o los actores, pero los rostros, la partitura, el texto y la trama de la historia permanecían. Acaso sea precisamente el desarrollo de las fiestas populares el que con su mentida, desvirtuada veracidad exprese más neta, descarnadamente la situación española, o sea la superficialidad de los cambios, casi trueques malabares para distraer a un personal que a fuerza de desearlo todo se ha quedado reducido a una absoluta inapetencia. Hasta la animación del jolgorio, o su irrisorio simulacro, que no otra función cumplía por lo común, continúa en las mismas manos, como en una barriada alicantina de inmigrantes que —desgraciada— concede sus perendengues, fetichismo franquista del poder, a un ministro, vicariamente a un diputado ucedeo.
También, y dónde no, es de temer que las fiestas hoyan quedado imposibles, congénita e irremisiblemente deformadas, y nadie, es decir, todos, sea ya capaz de disfrutarlas, concebirlas siquiera de otro modo. La sociología franquista logró un espesor que no va a resultar fácil desmontar; por lo pronto no se ven síntomas. Sería ingenuo, ahí se las den todas a los continuistas descarados o solapados —sobre todo a éstos—, creer que la eliminación de cuatro signos ominosos, callejeros o monumentales, restaña las heridas y cancela el conflicto. Aquí no se ha trasformado de veras nada y empiezo a sospechar que tampoco va a transformarse de ahora en adelante, cuando menos a corto plazo e incluso dentro del ruedo municipal que tan espeso y confuso nos ha dejado.
Que, como en Alicante, se eche mano al «valcárcel» indígena, es una anécdota si con ella queremos subrayar la supervivencia y presunta incombustibilidad de determinados sujetos que suponíamos pasajeros, tan transitorios corno las circunstancias que los alentaron; es una categoría porque revela con grotesco pavor, escribiendo que estoy sobre fiestas no me atrevo a decir dramático, hasta qué niveles se han degradado. Veníamos piando por unas fiestas de veras populares y parece que, de momento, habremos de renunciar a ellas. Nadie sabe qué son, en qué consisten, cómo plantarlas. El pasado, que ro vuelve, porque no se fue, imprimió carácter, si no indeleble, consolémonos con la evidencia de que nada lo obtiene, sí persistente.
¿Hasta cuándo? Celebraría que, en Villena, hasta las fiestas que fueron y no las que serán. Porque si además de trabajar en las condiciones que a la mayoría se imponen, imperativas, también la diversión se decreta no sé qué va a ser de la gente. Evidentemente nada apetecible.
Con mis mejores deseos, hasta septiembre en que, si las fuerzas dan de sí, estaré con vosotros, y no de mirón, rol espurio introducido en los festejos.
Extraído de la Revista Villena de 1979
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