13 abr 2022

1957 ¿QUÉ ES LA ORACIÓN?

¿QUÉ ES LA ORACIÓN?
Por Cristóbal Pérez Gozálbez – Abogado
Siento incontenibles deseos de referiros una anécdota que guarda íntima relación con nuestras fiestas de la Virgen, fuente y origen de la que anualmente nace esta revista. Una anécdota (como sucedido real me la contaron en los felices días en que mi imaginación, mi inteligencia despertaba a los primeros estudios) que ocurrió un día 8 de Septiembre de hace ya muchos, seguramente muchos arios.
No os extrañe este deseo que impulsa mi pluma. Me encuentro en esa línea desgraciada para el cuerpo, para todo nuestro ser físico, pero feliz, deliciosa e intensamente feliz para el espíritu y el alma, en que el hombre comienza a vivir de recuerdos y siente la dulce nostalgia de lo que fue; de hechos y sucesos pasados que no han de volver, y en tiempos en que la vida nos ofrece y pone a nuestro alcance y ante nuestros ojos todas sus posibilidades de dicha, todas sus atractivas promesas de goce y felicidad que espolea y excita nuestros afanes de lograrla, cuando nos sentimos con fuerzas para ello.
No vemos entonces más que las rosas que adornan el camino para hacerlo bello y amable; las flores y frutos de la zarza, pero no las agudas espinas que oculta y nos hieren y punzan al intentar lograrlos. Ajeno ya a estas alturas de tales ilusiones y esperanzas, sumidos en los desengaños y de vuelta en todos los caminos, nos refugiamos en la apacible serenidad del recuerdo; de lo que fue, de lo que quizá pudo ser y no ha sido.
Magnífico es el amanecer esplendoroso, cuando por Oriente se inician los tonos cárdenos de una luz incipiente y difusa, que presto se tornan de un rosa nacarado y alegre para anunciar un nuevo día en nuestra vida, con todos sus estremecimientos de energía. Pero no menos hermoso es el atardecer tranquilo en que el horizonte se tiñe de un rojo intenso; una sosegada y majestuosa paz llena de misterio invade el campo, y el crepúsculo nos va sumiendo en sombras para anunciarnos un día menos de existencia y... volvamos al cuento, porque mi fantasía se desboca y olvido que escribo para los demás y no para mí sólo.
Como sucedido y auténtico me contaron el suceso, y por tal lo tengo, dado el crédito que me merece el narrador.
Fue éste mi profesor de latín. Un sacerdote ejemplar, sencillo y austero hijo de Villena y de feliz memoria. Alto, magro, entusiasta de las cosas y dichos de su pueblo, cargado ya de arios cuando le conocí y se obstinaba paciente en meter en mi distraída mollera el «musa musae».

Un dómine afable, bondadoso, incapaz de infligir el menor castigo a su grey estudiantil, y de una simpatía arrolladora. Don Salvador Avellán se llamaba. En la antigua Iglesia de la Congregación, ejercía su sagrado ministerio, que compartía con la enseñanza. Dios, con toda seguridad, habrá premiado su virtud y yo aprovecho esta coyuntura para una vez más ofrecerle mi homenaje de admiración, de respeto y de cariño agradecido.
Mi buen don Salvador acostumbraba a endulzar nuestras torturas del latín con narraciones amenas y provechosas que nos entusiasmaban, y en una de ellas nos contó lo siguiente:
Era el día 8 de Septiembre de... La procesión de nuestra Virgen avanzaba lentamente con la brillantez de siempre, y al pasar por las estrechas callejas del «Rabal», precisamente en la parada que la Patrona hace frente a la ermita de San José, observé que de rodillas y acurrucado en el quicio de la puerta de una humilde casucha, había un viejecito que miraba a la Virgen con arrobo, embebido en su adoración y ajeno en absoluto a cuanto le rodeaba.
Era menudo, encorvado al peso de los arios; arrugadito el rostro como una pasa, puro pergamino curtido con los soles y cierzos de muchos estíos e inviernos, y unos ojillos como dos punzadas, pero que brillaban iluminados por el fuego interior de su adoración sólo enturbiados por una lágrima incipiente que anunciaba un profundo dolor, mientras que sus labios sumidos se movían silenciosos como si rezaran
Despertó mi curiosidad (nos decía don Salvador) y distraídamente me acerqué al viejo e inconfundible villenero sin que él lo notara, hasta poder percibir que silenciosa y calladamente decía.
«Virgencica mía, me has hecho la p...; me has «molío», Madre mía; te has Ilevao a mi Catalina y s'ha quedao Frasquito, probe y sin poderse valer. En el Asilo no me armiten porque no tengo agarraeros y no sé a quién tirarme. Ni quien me remiende; ni quien me lave el mudao, ni quien me barra la cueva tengo. ¿Y qué hago yo, Virgencita? ¿Tan rebosnecío soy pa velme así? Que me admitan en el Asilo y me vea allí recogío, Madre mía; te lo pide Frasquito el «Romero» con mucha nesecidá, que me'han dicho que las monjitas son mu güenas y cuidarán de mí como hacía mi Catalina...»
¿Sabéis lo que hacía aquel pobre viejecito? (nos añadía don Salvador) pues sencillamente orar. Con su torpe lenguaje y rudas expresiones, porque otro no conocía ni le habían enseriado, sin darse cuenta quizá, estaba orando. Seguramente no sabría rezar el padrenuestro, el credo y demás elementales oraciones, pero oraba, y estoy seguro que aquella singular oración llegaría a la Virgen y la recibiría con complacencia, porque orar es eso. No solamente rezar de carrerilla las oraciones que graban en nuestra memoria desde la infancia, sino también y mucho más hablar a Dios en nuestro propio lenguaje, embebido y entregado a Dios, a la Virgen o a los santos, con toda nuestra alma puesta en ello; abstraídos de cuanto nos rodea y con la adoración de nuestra fe. Tened por seguro que Dios os escucha, y cuando así habláis con El, estáis orando...
Y con esto creo queda contestado y cumplido el interrogante que encabeza estas líneas.
Lector amigo. Querido paisano—o paisana, que de todo hay. Si este cuentecillo, que como pequeña historia tengo, te distrajo unos minutos, yo quedaré muy contento y complacido. Si te aburrió, bien poco tiempo habrás perdido. ¡Y perdemos tanto en nuestra vida estúpidamente, pensando en las musarañas!
Que pases unas fiestas muy felices y a mandar.
Extraído de la Revista Villena de 1957

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