25 nov 2021

1982 CARTA PARA ALFREDO - CARTA A ELEUTERIO

La alicantina Barraca fogueril «Lletres a Cabasos» organiza anualmente un prestigioso certamen literario sobre temas alicantinos, con varios e importantes premios y menciones honoríficas. En el correspondiente a 1982 ha obtenido el primer premio el poeta villenense Eleuterio Gandía, con su relato «Carta para Alfredo», que publicamos previo el permiso de la Barraca en cuestión, a la que agradecemos la autorización concedida.
Sin embargo, directamente aludido en el título y la intención, el también villenense Alfredo Rojas, amigo de Eleuterio, contestó con otra carta, dirigida al poeta a título personal. La publicamos igualmente, puesto que consideramos que complementa el relato premiado.
Carta para Alfredo
Autor: ELEUTERIO GANDÍA HERNÁNDEZ
Si vieras la luz, esta luz azul de mar de fuego, ¡cómo hiende pletórica la altura de la sangre!, de esa sangre gris y polvorienta que tan bien conoces, que tan hilvanada a tierra traje desde el pueblo en un entresijo de esencias sonrientes y de sueños. Si vieras Alfredo, ¡con qué fina ternura! se me desata el pecho a un canto lujurioso de sedientos violines; con qué paz, cada hebra de esta luz agudísima, pretende deslumbrarme a una primavera de oníricas escarchas, a un brillo de crisálida, al silente acercamiento de los cielos...
Una gaviota pasa con acopio en la boca de rosas azaleas; sobrevuela el puerto en una melodía de paces blancas. Ahora, recuerdo tus palabras como anillo al viento... «ve, camina, galopa hasta la luz, acude hasta cegarte y regresa, regresa con un ramo de versos a la tierra que estarán los romeros esperando la luz...» ahora, palpito en la promesa y voy, voy hasta la luz como quien va hacia el trigo sembrando de amapolas el camino... ahora, vivo en la luz, amigo Alfredo y siento descarnarme en pétalos de pieles luminosas y áureas, y sueño que os devuelvo el beso de esperanza mientras invado universos de bocas congregadas.
Si vieras la luz... y el mar Alfredo; si vieras este mar tan vasto y extenso, tan suave y terso... ¡qué alimento, qué alimento! para los ojos de esparto, secos; para la boca de pan, recién hecho; para las manos crudas, de sarmientos...
Hoy la niebla, quiso confundir el oceánico suspiro de un velero, pero hasta la sal refulge en este lecho, y brilla, y se hace clamor y vuelo, y reverbera hecha flauta de fiesta, y asciende hasta la nube como cristal de fuego.
¡Ah, esta luz de aceituna, morena y reluciente!, presiento que me cura la nostalgia, presiento amigo Alfredo que hasta la noche despereza su oscuro clamor a una vigilia etérea y blanca.
Fructifica una esperanza abriendo surcos en el viento. Cuando tenga templada la guitarra, haremos una orquesta límpida y fulgente de raso y terciopelo y volveremos, volveremos a interrumpir con vino el eco de la calle, el silencio melodioso del paseo, la magia puntual de las campanas de la iglesia.
¡Ojalá que para entonces nos encontremos todos!, Paco, José María (que supongo seguirá buscando estrellas bajo el tiempo), Vicente y Pedro, que ahora que se ha ido con sus sienas, me duele como le duele al polvo cada huella.
¡Ojalá que para entonces, esta luz sea ya palabra, y sílaba, y poema, y juntemos las voces, las manos, los labios y los besos!
El mar, la luz, la arena...
Esto es un delirio Alfredo, una borrachera que empieza a amanecerme para desmorirme.
Aquí, junto a la espuma, empieza el amor; diáfana y azul, la primavera.
Carta a ELEUTERIO
Tu carta, amigo, es un rayo de luz, de esa luz que proclamas y ponderas; papel hecho cántico y grito que parece temblar sobre mi mesa, vibrando al son de tu palabra cálida. Y la veo, frontera al papel sobre el que escribo, y no comprendo cómo no se mueve o aletea, o se estremece, o hiende al son de cuanto en ella vierte tu sensibilidad, en verbo transformada.
Tú sabes, como yo, de nuestra tierra. No en balde somos, tú y yo y todos, un fruto de su entraña desgarrada; apenas poco más que esos olivos que a ella se aferran, nerviosamente asidas las raíces a los secos terrones que las cubren. O de la misma estirpe de las vides de brazos implicantes, de nudosos muñones que se angustian al no poder volar, como los pájaros. Tú recuerdas, nostalgia como herida siempre abierta, a los viejos caminos de la huerta, orlados por la hierba polvorienta; tú sabes de las sendas, humildes y tenaces, que ascienden nuestros montes y los cruzan, trenzadas, repetidas, inacabablemente. De los solemnes campos extendidos, que se alejan, y agrisan y uniforman allá a lo lejos, borrando los confines y diluyendo tintes en las brumas lejanas, a las doradas luces de las tardes vencidas. Aprendido paisaje y consabido entorno que es ya parte vital de cada uno y medida sensible de emociones.
Pero he aquí tu grito y tu llamada, tu alarido o triunfal ante el hallazgo, que me hace palpitar y tambalea mi código aprendido de valores, aletargado y quieto. Yo también he sentido, mediterráneo al fin, esa llamada obsesionante. Yo recuerdo, cuando adolescente, las impresiones vívidas, como golpes a un parche duro y tenso, que causaba en mí el mar; ingente, gigantesco, azuleando al sol y al cielo deslumbrantes. Yo he vibrado también —instantes infinitos— ante esas verdades inmutables del mar y de la luz: las mudas estridencias, los sonoros silencios, la quietud poderosa y palpitante.
Así, tu carta me acerca y me regresa al asombro de mis primeros años. Y otra vez veo, con aturdidos ojos, el milagro del mar estremecido, quieto a la vez que siempre en movimiento, herido por la luz en mil destellos, tendido bajo el cielo imperturbable que preside, hierático y sereno, como reflejo de lo que nunca acaba; de esa eternidad que se desborda cuando la mente intenta aprisionarla en vano. Y otra vez, como entonces, he sentido, al hilo de tu carta, caer de mí, como hojas en otoño, pasiones y deseos, preocupaciones vanas, enanos y deformes pensamientos. Otra vez yo, desnudo de palabras y ropajes, limpio y exento, solo y primigenio, soy ante el mar, ante la luz y el sol, ante lo eterno. Y consciente a la vez de sentirme fugaz, menudo, deleznable, algo que llega y pasa en un segundo para no volver más; pero que en ese instante atisba la grandeza de lo que sólo intuye y que no alcanza, desconocido, abrumador, inmenso.
ALFREDO
Extraído de la Revista Villena de 1982

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