Por Enrique Farfán Cake. Abogado - Notario
No es privativo de Villena esa, llamémosle resistencia a cumplir la letra de la ley en materia sucesoria. En cualquier lugar de España en que por razón de ministerio u otra causa estuve, encontré igual o parecida conducta. Y es curioso cómo a través de toda la historia jurídica nuestra, se advierte una clara imposición del legislador y su voluntad de obligar al pueblo sano a una práctica que a él, por razones sentimentales sin duda, pero también lógicas, le repugna. Serán muy defendibles y ponderadas las razones que han tenido los padres de la patria para establecer sus distintos sistemas, ya germánicos ya romanos, pero es lo cierto que también la sociedad española o castellana, (ya que las regiones han sabido conservar sus costumbres) ha tratado en todo tiempo de sortearlos, y los escribanos en su día y los notarios hoy hemos procurado encauzar aquella latente rebeldía social, utilizando expedientes más o menos ingeniosos. A todos los que vivimos del balduque y el papel de oficio nos es familiar y conocida cualquier frase que a cualquier hora oímos en nuestros estudios de labios del presunto testador, frases gráficas, compendiosas y llenas a veces de una gracia natural y de un sentimiento tierno y entrañable. Entre ellas está la usada en Villena y que nos ha servido de título para el articulejo: «Del uno para el otro», que el cónyuge, casi siempre el varón, desarrolla sentenciosamente: «muerto yo, para ésta; muerta ella, para mí, y después, a los hijos». Frente a esto sobra hablar de leyes, porque desde el Fuero Juzgo hasta el Derecho Civil, para él son letra muerta o caduca.
Lo anterior me trae por la mano a tratar, sin humos doctorales ni salirme de la anécdota, de cómo los villeneros de antaño se salían también con la suya en eso de disponer de sus bienes frente a legítimas, cuartas y demás cortapisas legales. Usaban de un contrato de los llamados sucesorios, que hoy no se llevan por miedo al Código, y que para mí tengo por una clara infiltración de frontera, por la de Biar, y caso de contrabando jurídico. Lo traducía el escribano de turno por contrato de sociedad, fraternidad y germanía y era una verdadera comunidad de bienes o hermandad económica universal. Acudían a otorgarlo los presuntos cónyuges en presencia y asistencia de afines y benevolentes (según la cláusula de estilo y «por si las moscas») y establecían firme y para siempre e irrevocablemente, con prole o sin ella, la comunidad de todos los bienes y derechos, muebles e inmuebles, privilegiados o sin privilegio, lícitos y prohibidos, habidos y por haber, de cualquiera origen y causa, gratuita u onerosa, industriosa o recibida, pues todos ellos habían de ser tenidos como pertenecientes a la sociedad. Sin embargo, para salvar la cara, seguramente cada cónyuge se reservaba el derecho, al tiempo de la disolución del matrimonio, de disponer por testamento o codicilo de su mitad, hubiese o no hijos, pero quedando la otra mitad en el libre dominio, posesión y disposición del cónyuge sobreviviente.
No estaría fuera de lugar en una revista del ramo estudiar ahora la características formales y materiales de este contrato, o hablar de testamentos mancomunados o recíprocos, o de otras figuras afines; o también de la medida en que rozaba el tal contratillo las pragmáticas, de entonces; pero en esta simpática revista resultaría todo esto empachoso y haría aún más indigesto mi artículo. Quede, pues, aquí, como una costumbre más de los villeneros en aquellos tiempos del rey D. Felipe, nuestro señor.
Extraído de la Revista Villena de 1963
Extraído de la Revista Villena de 1963
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