COMO UN RITUAL. Por ANTONIO SEMPERE
Era domingo, y eran las tres y media de la tarde, Matilde Ritas había ocupado su puesto en la taquilla y las puertas se habían abierto, Tanto las luces del Interior de la sala como las de los pasillos exteriores estaban encendidas, El aíre acondicionado había comenzado a funcionar. Y la música ambiental, la de los pianos de Ronnie Aldrich y los coros de Ray Conniff, sin molestar, perseguían a los clientes del cine lo mismo en la barra del bar, en los aseos, que viendo las carteleras de los pasillos laterales de la sala.
El enorme patio de butacas del Cine Imperial de Villena se disponía a ser el marco de otro de los programas dobles de los que se han exhibido desde su inauguración en 1958.
A diferencia de los otros locales, los pases comenzaban siempre a las cuatro en punto de la tarde, invariablemente, ya se estrenase una película de 90, 120 o 180 minutos. Como en otros muchos detalles que recordaremos, el ritual era el ritual, y este cine, cuya clientela acudía en buena parte «por costumbre», sin tener en cuenta el programa de turno, fue punto y aparte de todos los cines restantes de la población, y me atrevería a decir durante alguna época que incluso de la provincia.
Media hora antes de iniciarse el pase, se abría el local. El tema del «Doctor Zhivago» en versión de Conniff, se alternaba con el de «Rosas rojas para una dama triste», según se pusiese primero una u otra cara del disco de esta orquesta, por ser los cortes iniciales de las caras A y B de este álbum, que alternaba indefectiblemente con otro de los dos pianos de Aldrich. Hasta la hora de la proyección, en que se cortaba esta música y sonaban las campanas, cual «big ben» de pared sofisticado, en unas notas limpias y elegantes.
Entonces se apagaban las luces de la sala, encendiéndose simultáneamente un sofisticado marco alrededor de la pantalla, cuyo fondo rojizo, a fuerza de ser visto, pasó la mayor parte de las veces inadvertido a las pupilas que, por la fuerza de la costumbre, lo ignoraban, estando más pendientes del reparto de la película en cuestión.
Porque este marco luminoso solamente se mantenía mientras duraban los títulos de crédito. La aparición del rótulo del «directed by» era la contraseña en la cabina para sumir a la sala en la más completa oscuridad. Se da la circunstancia que en algunas ocasiones, con la llegada de las innovaciones en el lenguaje cinematográfico, algunos repartos llegaban al quinto o sexto minuto de cinta, por lo que parecía que las luces nunca se iban a apagar. Cuando esto sucedía, la enorme pantalla cobraba el protagonismo más absoluto. Más que pantalla, era un derroche para la vista.
Complementado por un sonido perfecto para aquel momento.
Al terminar la primera película, la de las cuatro, se encendían las luces laterales y las de debajo del primer piso, al fondo de la sala, y comenzaba el pase de anuncios. Primero, filmados, y después, en diapositivas. ¿Quién de mis congéneres no recuerda aquello de «la joven Ebro está como un camión»? Siento curiosidad por saber cuántas «siatas Ebro» se venderían a propósito de aquellos miles de pases realizados durante años. O el eco que los menajes de las filminas «casi prehistóricas», despertaban semana tras semana.
Los estrenos se producían los sábados, y se retiraban del cartel los martes; miércoles y viernes eran los días de descanso. Y los jueves, llegaba el programa doble, de carácter juvenil casi siempre. Fueron estos programas los primeros que recuerdo de mi bagaje cinéfilo, y, seguramente, los que me indujeron a frecuentar las salas oscuras más adelante. Dieciocho pesetas costaba entrar al cine aquellos jueves a los que aludo.
Cinco minutos entre los anuncios y la segunda película, y otros cinco antes de iniciarse el siguiente pase. El horario del cine Imperial siempre fue muy escrupuloso, cuidando los minutos, y cumpliendo a rajatabla. Las 4, punto de partida invariable, y después no se escatimaban horas intermedias, 5'55, 6'10, 7'50, 8'05 o cualquier otra con tal de otorgar ese margen de los cinco minutos de uno u otro pase.
Tanto los sábados como los laborables el tema era más flexible, variando de 6'00 a 6'15 o 6'30, según las necesidades. En cuestiones de horarios el cine Imperial siempre fue muy escrupuloso, cuidando los minutos, y cumpliendo a rajatabla. Las 4, punto de partida invariable, y después no se escatimaban horas intermedias, 5'55, 6'10, 7'50, 8'05 o cualquier otra con tal de otorgar ese margen de los cinco minutos de uno a otro pase.
Tanto los sábados como los laborables el tema era más flexible, variando de 6'00 a 6'15 o 6'30, según las necesidades. Estos horarios se exhibían en las cuidadas carteleras que caligrafiaba Joaquín Juan con una maestría poco común, siempre en tiza blanca, sin que se acompañase el cartel anunciador, como en los otros locales.
En los setenta llegó el sistema «Toad Ao», y unos papeles blancos escritos en rojo anunciaban las películas que se proyectaban de esta forma y con sonido estereofónico. Recuerdo, al azar, títulos tan contrapuestos como «Adivina quién viene esta noche» o «La fuga de Logan», un drama de perfecta factura firmado por Stanley Kramer y una discreta cinta de ciencia ficción de Michael Anderson, como dos ejemplos para constatar que, en cualquier género cinematográfico, la visión de una película en el cine Imperial la elevaba a otra categoría.
Incluso en los 35 mm., filmes españoles que no pasarán a la historia del cine como «Quién puede matar a un niño?», de Ibáñez Serrador, o «Los pájaros de Baden Baden», de Mario Camus, westerns de segunda fila, subproductos de artes marciales y otros, viéndolos allí, constituían una gozada para la vista.
Entre las tantas tropelías que por entonces se cometían recuerdo el disgusto que me llevé cuando «mataron» la obertura de «West side story», espléndida, al proyectarla con las luces encendidas.
Tristemente, el local del cine Imperial no llegó a cumplir sus bodas de plata. Si no la desaparición definitiva, la sentencia de muerte se firmó en enero de 1981, cuando las proyecciones se trasladaron al piso superior, adelantando la pantalla hasta donde acaba dicha planta.
Fue el día de mi santo, el 17 de enero, sábado, cuando entré por última vez a ver una película en aquel patio de butacas. Ese fin de semana se proyectó «La leyenda de la ciudad sin nombre», de Joshua Logan. Y bien es verdad que, desde aquel día, ni Lee Marvin ni Jean Seberg, ni ningún otro actor ni actriz se han podido ver en mejores condiciones en Villena y en un radio muy grande desde esta ciudad.
Los temas musicales de este western fueron vividos como un verdadero homenaje al cine y al local. No en vano, de las más de mil butacas de la planta baja, las de los dos espaciosos laterales ya estaban desmanteladas, y el panorama no podía ser más desolador.
Después, en el sucedáneo de la sala superior, solamente brillaron con luz propia la enésima reposición de «Ben Hur», de William Wyler, una obra maestra indiscutible para ser vista sólo en cine, y «Fama», de Alan Parker. Como era de esperar, el proyecto sucumbió, y en octubre de 1981 se cerraron definitivamente las puertas, que después se volverían a abrir esporádicamente para albergar unas multitudinarias proyecciones presentadas por el Cineclub Villena, unas, los viernes, y otras en la I Semana de Cine.
Pero el cine Imperial, el único, el que hizo honor a su nombre desde el primer día, ya era historia. Su ausencia fue notada por muchos aficionados de la comarca, que hoy siguen sin un sustituto que se le parezca. Como tantas otras cosas, fue producto de una época, aunque, en esta ocasión, se dejó escapar una oportunidad inusual de brillar con una luz propia por engrosar en los haberes de la ciudad la existencia de un local cinematográfico de primera, cuya programación y circuito comercial siempre se habría estado a tiempo de mejorar. El cierre del local es el que no tiene arreglo.
Extraído de la Revista Villena de 1991.
1 comentario:
Es una pena que el sistema que escanea el texto convierta los puntos en comas.
A mí, que tanto me gustan los puntos y seguido. De una forma casi obsesiva.
Antonio Sempere
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