La otra fiesta. Por JOSÉ MARÍA ARENAS FERRIZ
Todos sabemos de la importancia que unos días mágicos del mes de septiembre tienen para los villenenses. Hablar de «las fiestas» en Villena es colocarnos a todos en clave de algo muy importante y alegre, aunque, claro está, en muy diferente medida según unas u otras personas. Y pese a que las opiniones y las vivencias se diversifican cada vez más, siendo muy variadas las formas en que se disfruta de esos días, lo cierto es que durante los mismos Villena sucumbe al encanto festero y la mayoría de sus gentes se sumergen en un ambiente festivo en el que olvidan por unos días, por unas horas, las tensiones, las crisis, las dificultades de la rutina cotidiana. Casi todo vale, hay mucho permitido.
Sin embargo, pocas veces nos paramos a pensar que la fiesta, tal y como hoy la conocemos y vivimos todos, festeros activos o pasivos, no sería posible sin el trabajo, muchas veces callado y abnegado, de muchas personas que permiten que todo siga adelante. Tampoco solemos caer en la cuenta de que existen muchas gentes en nuestra ciudad, seguramente muy próximas a nosotros, que no van a poder dejarse llevar del torbellino de trajes, luz, pólvora y diversión, simplemente porque no pueden, no porque no quieran. Los unos y los otros son la «otra» fiesta.
Como casi todo en este mundo, la fiesta también la podemos reconducir a la frialdad de los datos económicos, y nos encontraríamos con su medición en tal o cual coste, que unos días de festejos abundantes y concentrados, con sus numerosos preparativos –¡cada vez queremos más! —, se traducen en tantos miles o millones de pesetas. La fiesta es, también, una actividad económica. Y si pensamos en el colectivo de personas que en estos días septembrinos se consagran a esa actividad, quizás nos asombremos un poco. Evoquemos, por ejemplo, el trabajo de todas aquellas personas que directamente «arman» la fiesta: camareros y cocineros de bares, restaurantes, salas de fiestas, locales festeros, locales privados (de los que han proliferado tanto)..., que trabajan en estos días para calentar estómagos y saciar apetitos; los trabajadores del servicio de limpieza de las calles y de la recogida de basuras, que se decían a la retirada de todo aquello que muchos otros tiramos, en muchas ocasiones sin la debida urbanidad; los servicios médicos y sanitarios de urgencia; los voluntarios en guardia permanente durante estos días para tender cualquier tipo de desastre o accidente (protección civil, Cruz Roja...), que saben compaginar el disfrute de la fiesta con la puesta a disposición de su tiempo en favor de los demás; los comerciantes, que durante estos días velan para que nos quedemos desabastecidos; los agentes de policía, en todo momento vigilantes; los empleados municipales que desarrollan multitud de tareas complementarias; los taxistas; los servicios públicos de transporte, el autobús, el ferrocarril; las amas de casa –¿por qué no?–, la incorporación de la mujer a la fiesta no libera, ni mucho menos, a la mujer de seguir desempeñando un papel apagado pero imprescindible, etc., etc., etc. La lista sería casi interminable. Que nos encontremos en ocasiones con trabajos remunerados, no quita un ápice de valor a los mismos. En algunos de estos casos, podemos pensar que se trata de personas que compatibilizan su trabajo con la participación festera, pero en una buena parte de ellos, no es así. ¿Qué ocurre, si no, con los vendedores ambulantes? Cada año una pléyade de comerciantes de la más variada procedencia, inunda las calles del centro de la ciudad y nos ofrecen toda suerte de artículos diversos, a cuál más dispar. ¿Dónde duermen?, ¿en qué lugar comen?, ¿dónde hacen la vida durante casi una semana?, ¿cual es su trasiego de un lado para otro, de una ciudad para otra, de fiesta en fiesta, pero sin participar en ninguna, buscando simplemente ganarse la vida? ¡Qué lejos quedan de nosotros! Y no digamos nada si son extranjeros: marroquíes, cameruneses, africanos en general; la sensación de distancia, de alejamiento es todavía mayor. En unos pocos metros de distancia efectiva, nos situamos en mundos completamente diferentes. En muchos de estos casos, la fiesta, lejos de acercar y eliminar diferencias, distancia, aísla y separa.
Y conforme venimos hablando, nos vamos fijando en gentes que, pese al sacrificio y el esfuerzo, obtienen una rentabilidad de la fiesta; se implican en ese movimiento económico que la fiesta genera y, en la medida en que pueden y se les deja, se aprovechan de él. Pero aún hay otro escalón más lejano: el de todas aquellas personas que no pueden participar de la fiesta porque sus posibilidades no se lo permiten. Nuestra fiesta, pese a su vocación de universalidad y a su carácter popular, es una fiesta cara, que no todo el mundo puede permitirse. Corren, además, malos tiempos, las dificultades son cada vez mayores y existen muchos, muchos de nuestros convecinos que no pueden hacer el esfuerzo económico que supone el festejo; ya no se puede echar mano de los extras que otros años se han presentado para vivir a lo grande una semana, ya no ha podido realizar ese sacrificio de ocasiones anteriores; ya no se puede acudir a un crédito bancario para lucirse en los desfiles, porque luego no se va a poder pagar. Entramos también en contacto con el mundo de los parados de larga duración, a quienes se les termina el subsidio y no tienen por donde echar; de las mujeres que soportan en soledad responsabilidades familiares; de los mendigos; de los ancianos olvidados; de los transeúntes; de los inmigrantes; de los drogadictos... Pasamos a situarnos en la onda del mundo de la marginación que, también en fiestas, sigue a nuestro alrededor, muy próximo. Para ellos las fiestas no existen y no se produce diferencia alguna entre un día 5 de septiembre y un 18 de febrero, ambos son igual de duros, con igual necesidad de buscarse la vida como se pueda.
Por supuesto que todos tenemos derecho a la expansión y el disfrute de los días de fiestas. El ambiente se distiende y nos liberamos, más o menos, de nuestras trabas cotidianas, recuperando un espacio de libertad que de ordinario no resulta fácil de alcanzar; de esa forma recuperamos fuerzas para seguir, después, en la brecha. Pero esta percepción no nos debería hacer olvidar que, sin muchas de esas personas que líneas arriba han sido citadas, la fiesta en general, la de cada uno en concreto, no sería posible. Sin ellos no habría fiesta, o por lo menos no la habría tal y como la tenemos hoy «montada». Incluso podemos ir más allá: la fiesta no será una fiesta auténtica hasta en tanto no vaya logrando que todos, todos, participen de ella; en la medida en que vayamos eliminando todo tipo de obstáculos de índole económica o social que imposibilitan a unas personas, convecinas nuestras, participar y compartir.
En estas fiestas, dejemos un pequeño hueco en nuestra agenda para echar una mirada diferente a lo que nos rodea, en especial a las personas de todo tipo que están en nuestro entorno y veamos en todos ellos alguien con quien compartir también ese sentimiento de alegría y satisfacción que estos días llevamos dentro.
Extraído de la Revista Villena de 1993
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