24 mar 2024

1994 EL CINE IMPERIAL

El Cine Imperial. Por ANTONIO SEMPERE BERNAL
Todavía no se ha hecho justicia. El cine Imperial de Villena fue, probablemente, el mejor cine de la provincia, y uno de los más completos del país. Sin embargo, el destino quiso que antes de cumplir sus bodas de plata, cerrase sus puertas, que se habían abierto el 10 de octubre de 1958. Su clausura llegó en 1982. El hecho de que las listas del material de exhibición fuesen las más flojas de la oferta cinematográfica del momento fue concluyente cara al fatal desenlace.
COMO se hizo
Merece la pena pormenorizar algunos aspectos acerca de la construcción del cine Imperial. La explicación de los mismos se detalló en el folleto editado con motivo de la inauguración del local por parte de sus promotores, Antonio Casanova Ibáñez y Francisco Flor Hernández.
En 1958 se conmemoró el cuarto centenario de la muerte del Emperador Carlos I. De ahí el nombre de «Imperial». En la estructura de su fábrica, destaca la absoluta carencia de columnas de sustentación, reemplazadas por dos atrevidísimas jácenas de hormigón de 25 metros de luz, un alarde constructivo superado en aquellos momentos por apenas dos construcciones en España.
La pantalla medía 16 metros de longitud por ocho de altura. La escalera del vestíbulo, de estilo imperial en mármol blanco, conducía a un rellano cuyo muro frontal, flanqueado por airosas portezuelas renacentistas, se convirtió en un magnífico panel donde, sobre pan de oro, se pintó al óleo una espléndida alegoría de la ciudad de Villena.
Figuraba en ella, como motivo principal, el juramento que, en 1488, ante un misal abierto delante de la Puerta de Almansa, prestaron los Reyes Católicos a la entonces villa de guardar todos sus fueros y privilegios.
En el ángulo superior izquierdo, sobre unos guerreros que simbolizaban el glorioso episodio de la Reconquista, campearon los escudos de Alfonso de Aragón, primer Marqués de Villena, D. Juan Manuel príncipe y duque del mismo título, y de D. Juan Pacheco, titular del segundo Marquesado.
Completaban la alegoría una pareja de labradores villeneros, que mostraban a sus pies los más típicos productos de nuestra huerta, y unos retazos representativos de nuestros monumentos.
El estilo decorativo de la sala fue de inspiración renacentista matizada por influencias modernas, que se patentizaban en los efectos lumínicos. A uno y otro lado de la embocadura, dos grandes pinturas flanqueaban el enorme local. La de la izquierda aludía al séptimo arte, y la de la derecha, a la obra de Ruperto Chapí, con alusiones a «La revoltosa», «La bruja» y «Circe». Ambas obras de Vicente Melió.
Las cifras a propósito del aforo hablan por sí solas. El cine Imperial contó con 1.950 butacas. Si a la confortabilidad unimos una imagen y un sonido perfectos, concluiremos que se trató del local ideal. Por si esto fuera poco, en 1972 se inauguró el sistema de 70 milímetros, con proyección en Toad-Ao y 70 milímetros. Así, películas no excesivamente magistrales, como «La fuga de Logan» fueron, para quienes las contemplaron en el cine Imperial, un auténtico acontecimiento que no olvidarán nunca. Y clásicos como «La túnica sagrada», o «Adivina quién viene esta noche», una terapia para los sentidos.
Aprovechando el equipo, y las tres impresionantes columnas de sonido que se ubicaban detrás de la pantalla, (una central y dos laterales) así como los nada menos que 36 altavoces de sonido ambiental repartidos a lo largo y ancho de toda la sala, los operadores de cada momento supieron jugar, de un modo cómplice, con la técnica, y en no pocas películas proyectadas en 35 milímetros pudimos saborear también estos efectos de sonido, por los laterales de la pantalla.
En definitiva, las mediocridades, vistas y escuchadas en el cine Imperial, aumentaron su «caché». Como fue el caso de ese cine «peplum» italiano rodado siempre en cinemascope cuyo cartón-piedra era más creíble en esta pantalla. Mientras las obras maestras alcanzaron rango de sueño hecho realidad.
El ritual
Dejando a un lado las características de la sala, es obligado hacer referencia al «ritual» que suponía acudir al cine Imperial a presenciar cualquier proyección. De los cuatro cines existentes en Villena durante las décadas de los sesenta y los setenta, a saber, Cervantes, Avenida, Teatro Chapí, e Imperial, las carteleras de este último eran las únicas que no presentaban ningún cartel fijado en las mismas. Era la tiza, con una correctísima grafología, la que llenaba toda la superficie, anunciando pormenorizadamente tanto el título de la película como los actores principales de la misma. Y algo muy importante: el horario. El cine Imperial siempre fue el más exacto. En las citadas carteleras, quedaba constancia de la hora de inicio de cada uno de los pases incluyendo los segmentos de cinco en cinco minutos. Fue el único local que indicaba si el segundo pase se iniciaba a las 8'05 o a las 8'10. Y además, se cumplía a rajatabla.
Una vez en el interior, desde media hora antes de comenzar la proyección, se podía escuchar por toda la sala la música de dos orquestas míticas. Por un lado, la de Ray Conniff, coros incluidos, y por otra, la que acompañaba al piano de Ronnie Aldritch. El cine Imperial abrió sus puertas cada domingo a las tres y media de la tarde, e inició la proyección de su primer pase a las cuatro en punto, independientemente de la duración del programa doble de turno. Era toda una tradición.
Como también lo era el hecho de encender un ribete de luz roja alrededor de la enorme pantalla mientras aparecían los títulos de crédito. Se da la circunstancia, como dato anecdótico, que a finales de la década de los setenta vino una moda de Hollywood que consistía en no abrir la película con los títulos de crédito, sino con un prólogo, de forma que hasta pasados unos minutos, éstos no llegaban. Recordamos por ello algún titubeo en el encendido y apagado de estas luces rojas del contorno, cuando desde la cabina de proyección se intuía, equivocadamente, que tal o cual película no llevaba títulos de créditos, quién sabe si por alardes de modernidad. Del mismo modo que recordamos la larga e insuperable obertura de «West side story» —junto con «Ben-Hur», la mejor película exhibida en el Imperial a lo largo de sus 24 años de existencia-, proyectada con las citadas luces encendidas.
Aunque para tradiciones rituales, aquella por la cual la proyección era anunciada en el interior y el exterior de la sala por unas sobrias campanadas a lo big-ben, campanadas que escuchadas fuera del recinto seguían sonando a Imperial. Poco después de sonar, comenzaba a descorrerse la impresionante cortina azul de la sala, que abrió y cerró tantas veces como pases de películas tuvieron lugar. Porque nunca hubo pereza para esto. La pantalla del cine Imperial, con la luz encendida, nunca se vio blanca, sino protegida por la cortina. Es en estos pequeños detalles donde se apreciaba la exquisitez del montaje.
Siguiendo con las costumbres de esta sala de proyección, debemos recordar que los trailers de las películas se pasaban siempre entre la primera y la segunda de las películas, esto es, a las seis de la tarde aproximadamente. Del mismo modo que era en ese intervalo donde se introducían los anuncios en formato cine —¿se acuerdan de aquél que decía que «la joven Siata está como un camión?»— y la publicidad en diapositivas, que funcionó hasta el final. Todas estas costumbres formaban parte de un auténtico conglomerado ritural que muchos echamos en falta a partir del día del cierre del local.
Tan grande era el aforo del cine Imperial, que su superficie registró determinadas «zonas» para distintos tipos de público. Así, las parejas contaban con dos rincones específicos para «disfrutar» de la oscuridad de la proyección, una al fondo, y otra en el lateral izquierdo. Precisamente por este motivo, los «voyeurs», que también los hubo en el cine Imperial con veteranía y «grado», se instalaban detrás de las cortinas de las dos puertas laterales del margen izquierdo, un lugar estratégico para contemplar el panorama. No olvidemos que la pantalla del cine desprendía mucha luz debido a los espejos que la recubrían, lo que ofrecía unas posibilidades infinitas al «voyeur».
Colaboradores
La lista de colaboradores en esta gran obra es muy amplia, pero creemos que merece la pena relacionarla por orden alfabético profesional para la historia.
El arquitecto de esta obra fue Alfonso Fajardo Aguado. Actuaron como aparejadores Alfonso Prats e Ignacio Hurtado Estevan, y como decorador, Vicente Melió. El aire acondicionado por de SITE de Alicante. La albañilería, de Tomás Lillo, de Villena. El acondicionamiento acústico, de Termoacustic, de Valencia. Los bronces, de la empresa Vda. de Julio Bayarri, de Valencia, de Artesanías Metálicas de José Serrano, y de Metales Vigerra de Villena.
Las butacas fueron obra de José Torres Calderón de Madrid. En la carpintería intervinieron Vicente Oliver y Enrique Agulló de Valencia, y Alfonso García de Fez e Hijos de Juan Sarrió, de Villena. La carpintería metálica correspondió a la Sociedad Comercial de Hierros de Madrid. La cerrajería fue obra del taller de Pedro Belando, Joaquín Muñoz y Joaquín Estevan, de Villena. Y la cristalería, de las firmas Viuda de Andrés Pérez, de Valencia, y Cristalería S.L. de Villena.
El equipo cinematográfico empleado fue Westrex Company Ibérica, con sonido estereofónico magnético en cuatro pistas, pantalla luminosa, panorámica y para cinemascope, de Miracle Mirror, de Barcelona.
La electricidad y la luminotecnia le correspondieron a Manuel Galofre Boix de Valencia; la fontanería, a Ezequiel Oliva, de Villena; los forjados de hormigón, a Mateo Estevan y Víctor Orts, de Villena; los luminosos de neón a Febus de Alicante; los mármoles, a Carlos Tortosa de Monóvar y al marmolista Silverio Bravo de Villena; el material contra incendios fue de Industrias Parsi de Barcelona; el material de construcción de Blamor, de Villena, y los pavimentos de Forte, de Villena.
Las pinturas decorativas fueron obra de Vicente Melió de Valencia; la pintura mural, de Joaquín Navarro Calabuig; las puertas metálicas, de Talleres Alcaraz; la puerta plegable, de Innovación, S.L., de Valencia; el saneamiento, de Aznar, S.A., de Valencia; el taller en escayola, de Desiderio Clement y José Riera, de Valencia; la talla en madera, de Ernesto Navarro y la tapicería y cortinajes, de Monser, de Valencia.
El cierre
El cine Imperial todavía permaneció abierto al público, una última temporada, a partir de 1981, limitando su aforo a la parte superior. Pero era inútil perpetuar lo que no tenía arreglo. Y no lo tenía, fundamentalmente, por la falta de interés de la mayor parte de los títulos exhibidos. La inauguración ya fue premonitoria de lo que ocurriría después. ¿Se acuerda alguien de «Viaje a Italia... romance incluido», comedia con que se estrenó la sala, y de sus protagonistas Walter Guiller y Paul Hubschmid? ¿Cómo se montó semejante despliegue de medios para ofrecer tan poco?
Hay que tener en cuenta que buena parte de la clientela del cine Imperial era fija. Quiere esto decir que independientemente de la programación acudía al local cada semana. Porque no iba a ver tal o cual película, sino a un cine determinado. (Un fenómeno curioso que se dio en otras ciudades). Pero llegado el momento en que esta clientela fiel fue disminuyendo, sólo un refuerzo en la programación, que pasaba obligatoriamente por un cambio en las distribuidoras, hubiesen logrado salvar la empresa, abocada al fracaso varios años antes de su cierre.
Y una última pregunta. ¿Imaginan por un momento lo que hubiese podido ocurrir con un cine Imperial reforzado por las mejores películas del momento, a los pocos años de su clausura, con el incremento de público cinéfilo local y comarcal?
Extraído de la Revista Villena de 1994

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