Una de duendes. Por ESTEFANÍA MENOR
Entre los distintos géneros literarios, la narrativa de ficción tiene gran número de adeptos, tanto entre lectores como entre autores. Los primeros, sabiendo de antemano que lo que leen no es real, siguen el relato sin tener que tomar partido entre las opiniones del autor y las suyas propias; según un término muy usado últimamente, se evaden, que es lo que pretenden al iniciar la lectura, y a su regreso encuentran que todo permanece como antes; nadie les ha hecho ver que está del revés, lo que creyeron que estaba correctamente establecido. El autor por su parte, se dedica a dar rienda suelta a su imaginación, ejercicio realmente higiénico para ir descargando la mente de imágenes que constantemente nos asaltan, y quedar en blanco para poder recargarse de nuevo, y no estallar de golpe.
No es obligatorio, para quien escribe inspirándose en su imaginación, ceñirse con todo rigor a los acontecimientos, como les ocurre a los historiadores (a algunos), ni exprimirse el cerebro buscando profundas frases trascendentales, si se trata de un pseudofilósofo. El autor de ficción tiene también dos opciones; puede elegir entre temas meramente ficticios, o temas ficticios, arropados científicamente (aunque eso sí, con una ciencia bastante ficticia), y aquí hemos llegado a la ciencia ficción. Esto de la ciencia ficción es muy jugoso si lo piensan ustedes. Ahí es nada, poder contemplar al mítico Ulises con sus borceguíes metalizados y lacada melena, adoptando para sus aventuras a un eficiente «ro-botito» de cascada perla, como nos lo presenta la cinematografía animada. Pero si dando un formidable salto, retrocedemos en el tiempo hallaremos que siempre han tenido vigencia los seres fantásticos. No hay castillo de Gran Bretaña, que no se precie de tener su respectivo lord, vagando por los corredores cargado de cadenas con su nebuloso sudario, o ataviado a la usanza de la época en que aparece retratado en la galería de antepasados. La Torre de Londres cuenta con un abundante surtido de fantasmas; Enrique VIII fue un buen proveedor de ellos, Tomás Moro, Catalina Howard, Ana Bolena; por cierto, para ser justos, no podemos dejar de reconocer, la exquisita solicitud del monarca, que compadecido del terror que su esposa Ana Bolena sentía hacia el hacha del verdugo, ordenó traer de Francia una espada de fino acero para su ejecución. Un gesto, verdaderamente magnánimo.
Sin necesidad de descender de la nobleza, las «meigas» galleguiñas, tienen sus partidarios, aunque otros, como Álvaro Cunqueiro, afirmasen que no creen en ellas, pero que haberlas, hailas.
Las sirenas pertenecen a una especie en franca decadencia y aún diría que a punto de extinguir. Es posible que algún excéntrico coleccionista, posea un ejemplar en la piscina de su yate, pero en las aguas de los océanos, no se suelen encontrar con la frecuencia que en otros tiempos. La polución no beneficia en absoluto la tersura de su piel, y ya sabemos que la mayor cualidad de una sirena, estriba en su fascinación aunque esta fascinación termine donde debería empezar el ombligo. Pero no siempre es cierta la leyenda de la frustración del enamorado de la mujer-pez, pues se cuenta, que en cierta ocasión, un vikingo que en los mares del norte, había escuchado sus cantos, aprendió a imitarlas con gran perfección, y hallándose, años más tarde, preso en Constantinopla por haber dado muerte al asesino de su hermano Gettir el Fuerte, aliviaba la soledad de su encierro, asomado a la ventana de su celda cantando, y lo hacía con la misma irresistible atracción que había escuchado a las sirenas, cuando estas alisan sus cabellos de seda, provistas de sus correspondientes peines de oro, produciendo una música tal, que ningún mortal que las haya escuchado, se librará jamás de su recuerdo; pues bien, invirtiendo los sexos, esta vez fue una mujer la que escuchó al prisionero, y quedó seducida por su canto, hasta el punto de que pagando su rescate, le liberó de su cautiverio, marchando los dos a la patria del vikingo, donde sin trabas escamosas, pudieron consumar su pasión.
Todos estos que hasta aquí se han mencionado, representan la plana mayor de seres más o menos terroríficos, según influencias psicológicas, pues como afirma una frase de Maquiavelo: «Los fantasmas dan más miedo de lejos que de cerca». Los que no dan miedo en absoluto, sino que, en frecuentes ocasiones, provocan nuestra hilaridad, son esos duendecillos, que sin saber de dónde proceden, se introducen entre la escritura, trabucando las palabras y dando un sentido contrario a lo que se pretendía decir, cambiando fechas, signos de puntuación, etc.
Es cómico el caso de aquel actor novato, que a causa de sus nervios, cambió la situación de una coma, se engulló otra y un acento, y anunció entrando en escena: «Señor muerto, esta tarde llegamos».
Mala manera de atraer nuevos clientes, el procedimiento de un Banco Hipotecario, que exhibía en la puerta el siguiente letrero: «Entre e indague sobre el nuevo plan de este Banco para ser el dueño de su casa». ¿Podría encontrarse comprador tan poco habitual para esta oferta?: se vende a buen precio maniquí para modista sin pies ni cabeza. En fin; son gazapillos que nunca faltan y que dan hoy motivo a estas reflexiones un tanto anárquicas, pero ya ven, estamos tan acostumbrados a escuchar elocuentes discursos, en los que no se dice nada, que, salvando las distancias, he dejado correr el bolígrafo, quizás un mucho a tontas y a locas.
Extraído de la Revista Villena de 1995
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