Una interpretación cronológica de los actos festeros.
Por ALFREDO ROJAS
Cronista de la Junta Central de Fiestas de Moros y Cristianos.
Para cuantos —muchos ya, afortunadamente— nos adentramos en la investigación de la Fiesta de Moros y Cristianos, no existe duda sobre el contenido religioso e histórico en el cual se fundamenta la conmemoración. No tan cierto es el origen de las formas que actualmente adopta: cabe afirmar, sin embargo, que los moldes actuales se establecen cuando ya están definitivamente asentados los patronazgos locales, y han transcurrido varias centurias desde la unificación española, acaecida a fines del siglo XV. Para no pocos estudiosos, el romanticismo decimonónico, el renacimiento del triunfalismo patriótico tras la derrota de Napoleón, y otros avatares histórico-sociales que fluctúan, con idealizados y teatrales tintes, desde la ingenuidad a la tragedia, conforman el barroquismo que adopta finalmente la Fiesta en el siglo pasado. Barroquismo, por cierto, que hemos podido apreciar «de visu» este mismo año en ese admirable acto que ha sido la «Gloria Centenaria» de Alcoy. La Fiesta, desde hace un siglo o poco más, según casos, sigue parecidos cauces, con ligeros altibajos de adulteración o decantación según soplen los vientos.
Notorio es, sin embargo, que las razones sobre las cuales se asienta, y las que en el siglo XIX la llevan desde modestos atisbos esporádicos a las periódicas y extendidas manifestaciones, se han enriquecido hoy al identificarse con el alma popular de cada grupo humano que las practica; al constituir el reflejo de su peculiar psicología, al pasar a ser la más genuina representación de la personalidad colectiva de cada población y al irrumpir en ella y en su compleja circunstancia, cada día más, las facetas artísticas de toda índole que la complementan y la elevan.
Arraigada ya firmemente la Fiesta, y en clara línea de expansión incluso, hay multitud de ideas sobre la forma en que debe realizarse, el sentido principal que ha de animarla y la jerarquía de valores que debe establecerse para su ideal discurrir. Mi ponencia «Presente y futuro de la Fiesta» que tuve el honor de exponer en el Primer Congreso Nacional de Fiestas de Moros y Cristianos, de 1974, determina extensamente mis opiniones personales sobre la materia en cuestión. Hoy quiero referirme, sin embargo, a otro aspecto, que si bien es de menor entidad, es también importante: la sucesión cronológica ideal de actos que componen la Fiesta para que responda a sus esencias y a su más ortodoxo sentido.
El desarrollo vertebral de la Fiesta es sobradamente conocido. La representación, al menos la que tiene lugar en esta zona, gira en torno a la posesión de un castillo, símbolo de la población en sí o de la gesta total que representó la pérdida y la sucesiva reconquista del país durante el medievo. Se inicia con la entrada de los ejércitos rivales en la población; la toma del bastión por la morisma; la reconquista a cargo del bando de la cruz y las honras tributadas al patrón o patrona como testimonio de religiosidad y de afirmación de la fe que profesa el bando vencedor. Esquema ideal al que debería tratar de ajustarse la representación y que, aunque con el temor de exagerar, creemos que alcanza uno de sus más fieles exponentes en nuestra ciudad.
El primer acto en Villena es la «Entrada». Horas antes tiene lugar en sus calles la Fiesta del Pasodoble; pero en ella sólo intervienen las bandas de música, y parece ser que este acto tuvo su origen en la previsora idea de que estuvieran éstas aquí con tiempo suficiente para no correr el albur de su falta o retraso al ritual e importante acto posterior. Terminado éste, las Comparsas reciben a la Patrona; con ella en la Ciudad están presentes todos los elementos que desarrollarán la Fiesta.
El segundo día, tras una diana, sale a la calle el «Desfile de la Esperanza», en el que toman parte niños solamente y que contribuye a potenciar y garantizar la continuidad de este soberbio grupo humano que realiza la conmemoración. Por la tarde llega el bando moro ante el Castillo, intima a sus ocupantes a la rendición y tras la guerrilla ocupa la fortaleza, instalando en ella la efigie de Mahoma, símbolo de su dominio que durará dos días. Más tarde, un espectacular desfile, la Cabalagata nocturna, con el que se intenta integrar las múltiples manifestaciones del acervo local con el espectáculo de la Fiesta de Moros y Cristianos, coronará brillantemente los actos.
El tercer día verá, entre menudas y secundarias intervenciones de las Comparsas, la singular Ofrenda de los festeros y la mujer villenense a la Patrona, emotiva manifestación de villenerismo y devoción en la que rayan a gran altura virtudes y aspectos locales. Más tarde vendrá la «Retreta», que ni en fondo y mucho menos en forma, se ajusta a valores festeros.
El cuarto día es el de la festividad de la Patrona. A los actos religiosos en el templo, seguirá la embajada y guerrilla del Cristiano que se adueña del castillo, depone la efigie de Mahoma y da paso a la multitudinaria manifestación de fe representada por el desfile procesional que, a través de las calles villenenses, cierra la imagen de la Virgen de las Virtudes. Terminado prácticamente el esquema, el quinto día, temprano, las Comparsas acompañarán a la imagen en el inicio de la Romería hacia el Santuario, para intervenir después en un acto final: el que les llevará hacia el Ayuntamiento, donde, con la importancia que el caso requiere, se desarrollará el rito de la entrega de bandas, de manos de los capitanes y alféreces que terminan, a los que han de desarrollar idéntico cometido en el año siguiente. Fin de una actuación y simbólica promesa de continuidad.
Cada acto, pues, tiene un sentido y una motivación concreta y sucesiva. El esquema, como hemos dicho, es, salvo la Retreta y alguna nimia circunstancia, casi perfecto, aspecto que se descuida y se trabuca en buena parte de las poblaciones. En muchas de ellas, antes de «entrar» en la población los bandos contendientes, ya desarrollan en ella otros actos, en evidente contrasentido. Vemos retretas en no pocas poblaciones; anticipadas dianas en otras, a cargo de festeros que teóricamente aún no han llegado a penetrar en la plaza; apresuradas embajadas, que en muchos casos sólo confieren el dominio del bando moro al castillo durante escasas horas; repetición inútil de «Entradas» que son idénticas, aunque cambie el nombre. Y una proliferación de desfiles, difícilmente justificables dentro de la ortodoxia festera, buscando los días y las horas en que más fácil sea acudir a ellos al espectador foráneo. Se convierte así la representación en un puro espectáculo para ser ofrecido a un cuerpo extraño de personas que si son siempre bien recibidas y honradas y agasajadas incluso en no pequeña medida, no constituye el natural y lógico destino final de una Fiesta movida por muy distintas motivaciones.
Otro aspecto extremadamente ligado al descrito, que honra a nuestra ciudad en este tal vez chauvinista análisis, es el de la inmovilidad de la Fiesta dentro de lo que pudiéramos llamar sus días naturales. Para los villenenses, el rito es inseparable del cabalístico número que identifica el día. Nunca nos hemos planteado siquiera el problema del cambio de fechas; jamás ha sido cuestión ni objeto de dudas. No se concibe en Villena la Entrada fuera del día cinco; ni la procesión más que en la tarde del día ocho. Citar el día nueve es tender sobre la conversación un velo de tristeza; el sortilegio de la víspera, la irrefrenable alegría que anuncia la inminente conmemoración, está ligada al mágico hechizo que el día cuatro representa. Es proverbial en Villena y lugar común para los que en ella viven, para alejar tristes pensamientos, para acariciar prometedoras ilusiones, para evadirse imaginariamente de enojosas realidades, pronunciar ese «día cuatro que fuera...» que tan grato y evocador contenido encierra para todo villenense.
Nada hasta ahora nos ha hecho pensar en el cambio. Lo económico, que tanto y a tantos condiciona, y que con tan específico peso gravita en el mundo actual, no modifica nuestra Fiesta, a pesar de sus cinco días de duración. Verdad es que la climatología, para otro factor decisivo de cambio, nos afirma en la decisión de mantener inalterable la época. Pero los días, y su adecuación a módulos más apropiados para la activa vida industrial y comercial ciudadana, o para facilitar desplazamientos de gentes no residentes en la Ciudad, no han sido nunca materia cuestionable. Mi personal posición acerca de festeros, directivas y organismos rectores, me lleva a afirmar incluso lo contrario en este último punto: La Entrada y la Cabalgata en sábado o domingo, casi siempre despierta más preocupación que satisfacciones en personas y organismos directivos.
No se me oculta que en cuanto a la Fiesta atañe, términos como tradición, ortodoxia o pureza, son, por la complejidad de aspectos que en aquélla intervienen, vagos, confusos y, como consecuencia, discutibles. Sirvan los anteriores juicios como aportaciones a la inacabable tarea de la interpretación de la Fiesta de nuestros amores y de nuestros desvelos; y, a la vez, como expresión de una posición personal pronta a ser modificada ante argumentos de mayor peso y enjundia.
Extraído de la Revista Villena de 1976
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