17 oct 2025

1996 UN CUENTO DE PRIMAVERA

Un cuento de primavera. Por PEPA NAVARRO
Había «comprado» las semillas en un vivero cercano. Le costó bastante decidirse. Las rosas le sonaban a romanticismo trasnochado y un poquito a desengaño; las gardenias olían a bolero rancio; el geranio carecía de elegancia, aunque le gustaba su perfume; prefería la amapola, pero ésta crecía silvestre y no enjaulada en un trozo de tierra delimitado. Al fin se decidió: «Semillas del Amor», leyó en la cajita diminuta y demasiado cara según su criterio siempre economizador. Pero el nombre le sonaba muy original, y no se imaginaba qué clase de flor podía brotar de una semilla del «amor». Tal vez con forma de corazón, pensó. Y se la llevó en el bolsillo de la gabardina, disimuladamente, despidiéndose de la vendedora con una inefable sonrisa primaveral.
La nueva estación no la había vuelto más audaz que de costumbre, pese a esta pequeña rebeldía. Cuando salió del establecimiento, sintió un alivio semejante al de un ladrón de banco con cien millones de botín. Caminó hasta su casa, despacio, aspirando el olor a madreselva que flotaba en el ambiente, los primeros sarpullidos primaverales en forma de césped sintético y alguna flor despistada en una ciudad carente de encantos aparentemente, pero soleada en aquellos comienzos de abril. Llegó casi al mediodía, con prisas. La comida del gato recién comprada del supermercado, unas verduras y un filete de pescado para cenar esa noche. Vivía sola y su casa era su refugio. Todo estaba organizado perfectamente, sincronizado su tiempo, medido su espacio y reflexionada cualquier actividad. «A los treinta, una ya debe estar establecida en la vida», se defendía con esta frase cada vez que su madre, su hermana o alguna amiga, sugería la posibilidad de un cambio. Ni de coche, ni de trabajo, ni de costumbres. Y nada de hombres, por supuesto. Cometer la estupidez de liarse con algún desconocido, que lo seguiría siendo de por vida, oyendo su respiración fatigosa en la cama; soportando su acidez pertinaz después de cuatro cervezas en el bar con los amigos; los dudosos olores provenientes del cuarto de baño; gárgaras matinales, y vaya usted a saber qué otras desagradables muestras de convivencia cotidiana, no le parecían ni una muestra de inteligencia por su parte, ni mucho menos de sentido común. Se repetía este razonamiento cada vez que la vida ponía frente a ella una alternativa distinta a la de su existencia corriente, y este alegato que ni siquiera era feminista y probablemente ni siquiera bien reflexionado, era todo su escudo para defenderse y no necesitaba más.
Buscó una maceta en el desván revuelto, saturado de olor a polvo y recuerdos vetustos, que guardaba por cierta fidelidad secreta del corazón o más bien por el terror a perder sus pocas señas de identidad. Encontró al fin el tiesto, algo desportillado, pintado de verde como las rejas del balcón interior donde pensaba plantar las semillas. En el reverso del paquete leyó: «Planta de interior. Riego cada cuatro días. No necesita abono. Crece en dos semanas». Prometía una planta frondosa y muy original, de flor nueva en el mercado, una especie rara y vistosa. Con dos dedos, hizo un nido en la tierra, un hueco para enterrar profundamente las tres semillas, y casi se olvidó de ella por dos semanas.
Durante ese tiempo entraba a regarla apresuradamente. Tenía demasiado trabajo aquellos días. Organizó de nuevo el despacho en el que atendía a los clientes. El bufete del centro se había quedado pequeño. Mejor dicho, el horario que sus compañeras y ella habían establecido resultaba insuficiente para atender la enorme actividad diaria. Las demandas de divorcio, de malos tratos, los pleitos de herencias, terrenos olvidados durante décadas, los despidos improcedentes..., el trabajo no falta a un buen abogado, y ellas tres se veían desbordadas. A tanto llegó el trabajo, que a las ocho, cuando se marchaba presurosa a ultimar las compras del supermercado, a la lavandería, o a visitar a su única hermana, casada y con tres hijos («¡qué desperdicio de vida!»), no se tomaba ni un minuto de respiro y seguía atendiendo clientes especiales que no quería perder.
Aquel sábado por la tarde, se cumplían dos semanas para su maceta del «amor». Entró en el balcón con la regadera llena hasta la mitad, para regar la planta que no daba señales de vida. Ni un tallo verde de esperanza. La tierra hasta entonces, estaba tan replegada en sí misma como el primer día, húmeda constantemente y con lo que parecía un rescoldo de calor apenas perceptible si se ponía la mano extendida a pocos centímetros. Era una especia de respiración naciente, como la de un pajarillo dormido en una rama, como la que tuvo su canario blanco en aquella jaula de madera que limpiaba todos los días, alpiste nuevo y agua limpia para aquel desagradecido que se murió un invierno inclemente y la privó de su trino sin avisar, el muy traidor. Una respiración parecida la de aquella tierra oscura, un movimiento casi imperceptible, que se iba convirtiendo en un latido constante, sostenido en tres o cuatro segundos, y que a ella le parecía una broma de su imaginación.
Pero aquella tarde fue distinta. Distraída, entró al balcón iluminado por un sol radiante, excesivo, el más urente que se había conocido desde que empezara la primavera. Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse frente a un hombre desnudo, de características comunes a las de todos los hombres, pero en este todavía más definidas y rotundas. Se mantenía en precarias condiciones sobre la maceta, pisando los restos verdes de lo que parecían ser tallos y hojas aplastados, y en la que no se veía más flor que la de aquel individuo de desnudez impúdica. La saludó como si tal cosa, con un «hola» suave pero firme. Su sonrisa era parecida a la de un recién nacido cuando ve por primera vez a su madre, resguardado en su regazo acogedor. Pero aquí no había madre ni regazo, sólo sorpresa y terror a un tiempo, dibujados en la cara de ella, que no daba crédito a lo que veía y buscaba una explicación coherente o un grito que llevarse a la garganta para demandar ayuda y protección ante un violador en cueros de sonrisa cándida. El pareció entender su perplejidad y miedo, en aquella simbiosis facial, y le explicó lo mejor que supo y lo mejor que pudo, que acababa de brotar de su maceta del «amor», tal y como prometía el fabricante de las semillas en el prospecto, tal y como ella había leído sin duda antes de comprarlas. Y allí estaba el resultado. Visible y bien visible. Había germinado en el interior de la maceta y brotado espectacularmente de ella, desperdigando la tierra miserable, regada con descuido durante esos quince días, por toda la habitación. El ámbito del cuarto tenía un olor propio y definido. A hombre desnudo, limpio, pero sin perfumes ajenos, sino la propia savia de la masculinidad adulta que se desprendía en oleadas de aquella piel sonrosada y vellosa en las partes a las que por naturaleza corresponde esta característica; de hombres formados en el gimnasio o por tareas de cierta envergadura; las piernas con un desarrollo muscular armónico al del resto del cuerpo; los glúteos, hurtados a la vista de la espectadora, que ni ganas tenía de conocer su forma y tamaño. De otras partes, mejor no hablar, en consonancia con lo ya detallado. La cara de edad intermedia. Superada ya la primera juventud, inmerso en la treintena. El cabello crespo, revuelto y heroico, salpicado de la tierra que antes lo sustentó, coronando un rostro noble de rasgos regulares: ojos diáfanos y almendrados de pupilas dilatadas y pestañas de caricia sedosa. La nariz, algo imperfecta, de sonrosada curva con orificios medianos y triangulares como la graciosa punta. Una boca nada turbadora, al menos en aquel momento, porque la inocencia que se desprendía de él, procedía especialmente de su boca, entre infantil y adolescente, tan virginal como debía ser el tallo que ocultaba a duras penas entre las piernas temblorosas, más del frío que del pudor. Pese a no conocer demasiado bien a los hombres, ella pudo adivinar que no se trataba de un violador, un exhibicionista o de cualquier otro espécimen parecido. Pero su explicación le resultó a un tiempo increíble e irónica. Precisamente el fruto de la semilla del «amor» era un hombre, odiada criatura, un ser innecesario en el mundo —según su punto de vista—, origen y causa de todos los conflictos y guerras, de los inventos diabólicos, de la opresión femenina y de las lágrimas de desamor que ella había vertido para luego, ya sólidas, guardarlas en una vitrina bien visible de su memoria, donde le recordasen sin tregua las heridas por cerrar. Las cicatrices, siempre tiernas, no debían ser abiertas de nuevo, por ningún motivo, y a la fuerza se impuso el olvido del amor, esa estúpida debilidad del corazón y los sentidos. El amor, más propio de los versos ridículos de los desocupados, que de la realidad aplastante. Pero los hombres, sus beneficiarios finales, lo interpretaban en otro sentido. Para ellos, el amor es el yugo que mantiene a la mujer a sus pies, la excusa, la tapadera para dar rienda suelta a sus instintos, la bolsa de basura en la que verter luego los desperdicios del deseo consumado.
Por eso, y porque la lógica era el arma que mejor sabía esgrimir, no creyó la estúpida y loca historia del hombre, y se acercó un poco más, pidiéndole no ya una explicación (que ahora le tenía sin cuidado), sino más bien que se vistiese y abandonase su casa sin dilación. Él no tenía ropa, le dijo, acababa de nacer y como todo el mundo sabe, los recién nacidos no tienen ropa, no tienen nada, ni memoria, ni maldad, ni dónde ir. Pero a ella todo esto le traía sin cuidado. Bastante hacía si le prestaba algo suyo, unos vaqueros y una camiseta, unas playeras y dinero para el autobús, para que así se alejase de su casa, de su vida y de su propiedad. Tenía que recuperar su privacidad a toda costa, ese territorio veda-do que el intruso había traspasado. Pero él saltó grácilmente de la maceta, y tocó apenas el suelo frío. La mano del hombre le tocó el pelo antes de que ella pudiera defenderse. Apenas un soplo de aliento en la cara cuando le pidió, le suplicó «espera» y la miró con una sinceridad tan absoluta, que le pareció que las lágrimas de cristal se deshacían en agua amarga que le anegaba el corazón tullido por tantos años de orfandad impuesta. El aliento de ambos se entremezcló en dos segundos. Y también sus voces calladas. Estaban hablando y se oían, pero nadie más hubiese escuchado sonido alguno en aquella habitación envuelta en un silencio expectante. Ella comprendió con el fervor de lo esperado, que aquella historia insólita era un sueño de sus deseos recónditos y que la piel del hombre se volvería traslúcida cuando le tocase; que su boca de tintes rosáceos sería una nebulosa irrecuperable si le besaba; que... Pero aun así, desobedeció a sus razones, a sus miedos, a sus prevenciones, los temores y terrores que gritaban desde las noches y los días de soledad y abandono. Acercó la mano derecha al pecho palpitante que era en ese momento todo su paisaje, mientras él puso sus manos sobre los hombros blancos y frágiles que temblaban. No hubo desvanecimiento de siluetas. En silencio, se condujera mutuamente al cuarto, cuyo camino ella podía recorrer con los ojos cerrados pero que él siguió con interés, pues que-ría que su memoria lo retuviese para siempre. Se condujeron igualmente a la cama, deshecha después de la plácida siesta, de sábanas aún calientes, arrugadas, que ya empezaba a acoger a los amantes con entusiasmo y silencio.
La noche fue dulce y breve, pero el amor fue largo y repetido. Más que repetido, incesante, continuo, contagiándose del anterior, empezaba un invento de caricias, un eco de besos, un murmullo de placeres susurrados, lluvia mansa y distraída entre sus dedos, tormenta que por instantes encendía la noche y la hacía densa e inacabable. Se apagó la luna finalmente y la persiana dejó que el sol matinal calentase el cuarto y los pies de ella. Antes de abrir los ojos a la luz, quiso llorar. Esperaba la cama solitaria, después del sueño colmado, el vacío del despertar ausente que en otros tiempos la atormentó. Ya empezaba a preparar su vitrina para las nuevas lágrimas del desamor, cuando una boca infantil y tibia se posó como una mariposa en su boca que ya temblaba de dolor y miseria. Acalló sus lamentos con aliento y saliva recogida del rocío temprano y extendió sus alas sobre el pecho lastimado, para ayudarla a sanar con tanto amor como le era posible ofrecer.
Extraído de la Revista Villena de 1996

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