11 MARZO 2001 DOS VILLENEROS SUBEN A LOS ALTARES
En el año 2001 dos villeneros fueron beatificados por JUAN PABLO II: Águeda Hernández Amorós y Felipe Hernández Martínez. (ambos tienen en nuestra ciudad una plaza dedicada)El domingo 11 de marzo de 2001, el entonces Papa Juan Pablo II, llevó a cabo en la Basílica de San Pedro la beatificación de dos villeneros: Águeda Hernández y Felipe Hernández.
Ofrecemos seguidamente un resumen del libro que, con tal motivo se editó en dicho año, en el que figuran las biografías de los beatificados, así como sendos artículos de los sacerdotes Antonio Pajares y Juan Conejero, arcipreste de Villena y párroco de Santiago respectivamente, en aquellas fechas.

Felipe y Águeda nacieron en Villena, en el seno de dos familias cristianas; habiendo escuchado la llamada de Dios, lo dejaron todo para seguir a Cristo, consagrándose en la vida religiosa. Los dos dedicaron sus vidas a la educación de los niños y los jóvenes, a quienes, junto con la enseñanza escolar, formaron en los valores evangélicos de la fe, el amor y la solidaridad, la verdad y la libertad, la familia y la amistad. Y, al final de sus días, dieron un último testimonio de vida cristiana, muriendo por la fe, como Cristo, perdonando.
Son dos vidas sencillas pero cargadas de un mensaje muy actual para nosotros. Ellos nos enseñan la importancia de la educación desde el amor a los hijos y alumnos, y la urgencia de sembrar valores en los jóvenes; y ellos nos estimulan a un esfuerzo más en favor de los más pequeños, construyendo una sociedad que les ayude a crecer como personas. Al mismo tiempo, nos hablan de la vocación, de la llamada de Dios a consagrar la vida a amar a Dios y a los jóvenes, llamada que hoy sigue resonando pero que, a veces, cuesta escuchar.
Con este trabajo queremos agradecer a Dios el regalo de dos beatos para nuestro pueblo, quienes, junto con su ejemplo, nos ofrecen su oración ante el Padre. También queremos dar las gracias a todos los que han colaborado en este sencillo homenaje que la comunidad cristiana de Villena ofrece a dos miembros suyos que gozan ya de la presencia cara a cara de Dios.

Con alegría me uno al homenaje que la comunidad cristiana tributa a sus mártires en el momento en que la Iglesia nombra beatos.
Aquel. que, perseguidos por su fe, como la luz por las tinieblas, recibieron por su fidelidad la corona del martirio, la palma de la victoria porque, como el Crucificado, cargaron con el pecado del mundo conscientes de que Jesús se declararía por ellos ante el Padre y venciendo al mal con el bien, con el perdón.
Acabamos de celebrar el gran Jubileo del 2000 y, al propio tiempo que hemos contribuido a purificar la memoria de la Iglesia reconociendo nuestros errores y antitestimonios, hemos celebrado la memoria de los mártires porque «ellos son los que han anunciado el evangelio dando su vida por amor».
En su carta «al comienzo de un nuevo milenio», el Papa nos invita a «una espiritualidad de comunión como un don de lo alto y a vivirla en términos de relación fraterna». Decía Águeda Hernández «yo quiero permanecer con la madre y las hermanas y compartir con ellas la suerte que les espere». Efectivamente, el mártir siente el apoyo de la comunidad que ora por él y se alegra de su triunfo.
En su carta, el Papa nos invita también a «profundizar la contemplación del misterio de Cristo, con la mirada fija en su rostro». Pienso en los jóvenes que peregrinaron con motivo del año santo e hicieron el rito de entrar por la puerta santa con la alegría de conocer a Cristo y de compartir la fe, los sacrificios, los ratos de oración, el ideal cristiano exigente pero maravilloso. Pienso en tantos jóvenes de nuestras parroquias que recibieron el bautismo y no conocen, quizá porque no se lo hemos presentado («queremos ver al Señor»), al Mesías. A ellos, y a cuantos dudan, les recuerdo lo que Santa Perpetua, mártir de comienzos de la Iglesia decía con estremecimiento a su padre que intentaba disuadirla: «Yo no puedo darme otro nombre más que mi verdadero nombre soy cristiana» y, en pleno martirio, decía: "Permaneced firmes en la fe. Amaos, los unos a los otros."
Que el Señor nos conceda, por intercesión de nuestros beatos mártires, la comunión suficiente para presentar a las nuevas generaciones el perfil auténtico de quien es el Camino, la Verdad y la Vida.
Como dice San Pedro en «Quo vadis»: «PAZ A LOS MÁRTIRES, a los que experimentáis cada día que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios».
Antonio Pajares
Arcipreste de Villena

EL SIGLO XXI
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino, (Lc 24,32), exclaman dos discípulos anónimos recordando su encuentro con Jesús Resucitarlo, después de una fuerte crisis de fe. ¿No se mociona nuestro corazón al contemplar cómo en la misma pila bautismal en la que nosotros y nuestros hijos hemos recibido el bautismo, han sido bautizados dos villeneros, que por dar testimonio de su fe van a ser proclamados beatos el próximo 11 de marzo?
Por la pila bautismal nacemos de nuevo, pero ahora a la vida de fe, en la cual Dios nos acoge como hijos suyos y nosotros crecemos sintiéndonos amados por él y buscando en todo agradarle cumpliendo su voluntad, Dios nos ama y cuida de nosotros, y espera que nosotros le respondamos con nuestro amor de hijos. Además, por el bautismo somos incorporados a la Iglesia y unidos a todos los creyentes en Cristo.
La pila bautismal nos pone en relación con toda la historia de salvación de nuestra parroquia. En torno a ella nos reunimos los cristianos para abrir la puerta de la comunidad a todos los niños y niñas que nacen, acogiéndolos y comprometiéndonos a acompañarles en su camino de fe. La pila bautismal hace presente a todos aquellos antepasados nuestros que han ido transmitiendo la fe generación tras generación, hasta llegar a nosotros. Y al atraerlos, nos pone ante la mirada los rostros de Águeda y Felipe, quienes, rompiendo esta agua para nacer a la fe en el seno de la parroquia de Santiago, dieron su vida confiados en la resurrección como testimonio de amor a Dios.
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino, (Lc 24,32), exclaman dos discípulos anónimos recordando su encuentro con Jesús Resucitarlo, después de una fuerte crisis de fe. ¿No se mociona nuestro corazón al contemplar cómo en la misma pila bautismal en la que nosotros y nuestros hijos hemos recibido el bautismo, han sido bautizados dos villeneros, que por dar testimonio de su fe van a ser proclamados beatos el próximo 11 de marzo?
Por la pila bautismal nacemos de nuevo, pero ahora a la vida de fe, en la cual Dios nos acoge como hijos suyos y nosotros crecemos sintiéndonos amados por él y buscando en todo agradarle cumpliendo su voluntad, Dios nos ama y cuida de nosotros, y espera que nosotros le respondamos con nuestro amor de hijos. Además, por el bautismo somos incorporados a la Iglesia y unidos a todos los creyentes en Cristo.
La pila bautismal nos pone en relación con toda la historia de salvación de nuestra parroquia. En torno a ella nos reunimos los cristianos para abrir la puerta de la comunidad a todos los niños y niñas que nacen, acogiéndolos y comprometiéndonos a acompañarles en su camino de fe. La pila bautismal hace presente a todos aquellos antepasados nuestros que han ido transmitiendo la fe generación tras generación, hasta llegar a nosotros. Y al atraerlos, nos pone ante la mirada los rostros de Águeda y Felipe, quienes, rompiendo esta agua para nacer a la fe en el seno de la parroquia de Santiago, dieron su vida confiados en la resurrección como testimonio de amor a Dios.

Pero aún hay algo más: Dios nos pide que demos testimonio de nuestra fe ante aquellos que nos rodean. Él es Padre de todos, pero no todos lo saben. Hay muchos que no le conocen: otros, han sido bautizados pero ahí se acabó todo, como mucho volvieron a la hora de la Primera Comunión y de su Boda: otros se han alejado, tal vez a causa de nuestro mal ejemplo, o porque «la Iglesia no les decía nada». Por eso, es tan actual el mandato de Jesús Resucitado: «Id al mundo entero y anunciar el Evangelio, bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Ml 28,19). Escuchando esta orden de Jesús a salir de nosotros mismos para ir al encuentro del «mundo» a anunciarle el Evangelio, Felipe y Águeda marcharon a buscar el «mundo» de la infancia y del joven para sembrar en ellos los valores evangélicos. Así, dejando su familia y su pueblo, consagraron su vida a la educación, ayudando a los jóvenes a crecer como personas, que consideran más importante el amor al otro, especialmente al más débil, que el «triunfar en la vida, personas que aceptando la diversidad, trabajan por la igualdad, personas solidarias que viven con un espíritu de acogida a todos.
El ejemplo de estos dos paisanos nuestros nos interroga hoy sobre nuestro testimonio de fe: ¿somos capaces nosotros de dar la vida, entregándola día a día, al servicio de los demás por amor? ¿estamos dispuestos a perdonar siempre? ¿renunciamos a muestro tiempo, a nuestras «cosas», para ofrecerlo a los demás? ¿construimos familias cristianas capaces de edificar una sociedad basada en el amor, el perdón, la acogida y la solidaridad con el débil? El mundo del siglo XXI necesita testigos que con su vida, anuncien el evangelio, pregonen el amor de Dios y proclamen la alegría de ser cristianos.
Juan Conejero - Párroco de Santiago
ÁGUEDA HERNÁNDEZ AMORÓS
(Carmelita de la Caridad Vedruna)
(Carmelita de la Caridad Vedruna)

Agueda sentada en centro de la fotografía con sus siete hermanos.

Conoció a las Carmelitas de la Caridad Vedruna y, sintiéndose llamada por Dios, dejó su casa y su familia para ingresar en el noviciado de Vic (Barcelona) el 27 de noviembre de 1918, con veinticinco años de edad. Tras realizar su primera profesión, va destinada a Denia, marchando luego a Espluga, Alcoy, de nuevo Espluga y Cullera.
Después de la Consagración perpetua tuvo que «sufrir una operación en la que demostró un espíritu fuerte y mortificado y su devoción filial a la Virgen a quien confió su enfermedad». Restablecida marchó al colegio-asilo de Cullera, donde se le recuerda como una «hermana de trato muy agradable, aunque de carácter fuerte, ordenada. y puntual en todo, Tenía a su cargo la cocina de las niñas». Allí destacó por la gran importancia que le daba a la vida en comunidad, sabiéndose consagrada para una vida en comunión de fe y misión, y por el servicio atento y sencillo a las niñas. Otro detalle del valor que daba a la vida en comunidad era el cumplimiento estricto que hacía de las normas; cuentan que, habiendo venido unos días al colegio que la congregación tenía en Villena, pasó por delante de su casa, pero como la Regla prohibía visitar la casa familiar una vez profesada, no entró sino que pidió a unos vecinos que dijera a sus padres que salieran para que ella pudiera verlas.
Para Águeda, la voluntad de Dios se manifestaba a través de la Superiora y de la comunidad, lo que le llevó a decir, cuando un primo suyo quiso llevársela para ponerla a salvo: «yo quiero permanecer con la Madre y Hermanas y compartir con ellas la suerte que las espere». De este modo, murió en el Saler cuando amanecía el 19 de agosto de 1936.
Fotografía de Agueda realizada el día de su primera comunión.

El primero, por la izquierda, de pie, es Felipe Hernández. El sacerdote de la derecha es D. Recadero de los Ríos.

Felipe, de carácter inquieto y algo revoltoso, ingresó a los 9 años en el Colegio Salesiano. Mientras estudiaba la enseñanza elemental, sintió la llamada de Dios a consagrarse como religioso salesiano. El director del colegio, D. Recaredo de los Ríos, le acompañó en el otoño de 1924 al Seminario de Campello, donde comenzó los estudios de latín, dando muestras de profunda piedad.
El año 1929 hizo su noviciado en Gerona, pronunciando los votos el día 1 de agosto de 1930. Terminados los estudios de Filosofía, comenzó su trienio práctico en Ciudadela (Menorca), donde uno de sus alumnos lo describe como «alegre y expansivo, sabía contagiar a los niños de su dinamismo, ponía especial interés en que los niños aprendieran a ayudar debidamente la Santa Misa. Era el clérigo ideal, que atraía por su piedad, la cual vivía realmente, y que trataba a todos con cariño y con una delicadeza extremada. En octubre de 1935 marchó a Carabanchel Alto para comenzar sus estudios de Teología, yendo en el verano de 1936 a pasar las vacaciones a la Casa de Sarriá, donde encontró la muerte el 27 de julio por la noche, junto a dos salesianos más, D. Jaime Ortiz y D. Zacarías Abadía, y un sacerdote del Corazón de María, el P. Casals.
Un historiador nos cuenta cómo fueron los últimos días de su vida: debiendo salir de Sarria, don Felipe Hernández, con el Hermano coadjutor D. Jaime Ortiz y un joven alumno de la Escuela de Mecánica, se dirigieron a una pensión de la calle Diputación, donde estaba hospedado un hermano del referido joven.
Con frecuencia se ponían en contacto con otras salesianos en lugares prefijados, para ayudarse y comunicarse las noticias más importantes. Los ratos que permanecían en la pensión, los dedicaban a la oración y al cumplimiento de sus prácticas de piedad, especialmente el rezo del santo rosario. A medida que pasaba el tiempo se iban dando cuenta de la verdadera gravedad de la situación.
Habiendo encontrado la casa de un capellán, acudían con frecuencia para oír la Santa Misa y confesarse. Aconsejados que se abstuvieran de semejantes imprudencias en las circunstancias en que se encontraban, Felipe contestó:
— «Si he de morir, prefiero ver la muerte cara a cara y no ser sorprendido en la ratonera».
Un atardecer, mientras los religiosos se encontraban en la pensión, fueron detenidos. Ante el Comité que les juzgó. Jaime, según un testigo, confesó su condición de religioso salesiano, y que su misión era la de educar a la juventud obrera, a la cual por la módica pensión de dos pesetas diarias, el colegio proporcionaba alimentación, educación y una formación profesional que les permitía ganarse honradamente la vida.
Murió el 27 de Julio.
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