Por Alfredo Rojas
La plaza es callada, austera, monacal. Diríase que el tiempo se ha detenido en ella. Silenciosos caserones la circundan. Tapízala un jardín, en sus arriates, y enmarcadas en verde, pasan las flores por todas las graduaciones del blanco impoluto al encendido rojo. Hay una dulce quietud en el ambiente. Apenas se oye el apagado rumor del agua que se desliza por los bordes de una taza sostenida por dos amorcillos hasta el diminuto estanque. En un cielo límpido, de claro azul, luce el sol, que aun conserva, apenas atenuados, los rigores de la canícula. Está mediada la tarde de uno de los primeros días de Septiembre. Cerca, muy cerca, la multitud se agita, bullanguera, celebrando, músicas y estruendo, las fiestas del pueblo.
La plaza es callada, austera, monacal. Diríase que el tiempo se ha detenido en ella. Silenciosos caserones la circundan. Tapízala un jardín, en sus arriates, y enmarcadas en verde, pasan las flores por todas las graduaciones del blanco impoluto al encendido rojo. Hay una dulce quietud en el ambiente. Apenas se oye el apagado rumor del agua que se desliza por los bordes de una taza sostenida por dos amorcillos hasta el diminuto estanque. En un cielo límpido, de claro azul, luce el sol, que aun conserva, apenas atenuados, los rigores de la canícula. Está mediada la tarde de uno de los primeros días de Septiembre. Cerca, muy cerca, la multitud se agita, bullanguera, celebrando, músicas y estruendo, las fiestas del pueblo.
Ha entrado en la plaza un cortejo. Fórmanlo unos hombres de caprichoso atuendo. Bordados chalecos, pantalón de raso, babuchas y turbantes, nos dicen se trata de una de las comparsas que toman parte activa en los festejos. Penetran en un caserón de pétrea fachada, que el tiempo ha grabado con sello inconfundible. Y han salido, al poco tiempo, llevando del brazo, cada uno de ellos, un extraño acompañante: viejecillos pulcros, encorvada la espalda, tembloroso el caminar, con modesto traje de fiesta. Los hábitos de unas Hermanas de la Caridad completan el cuadro. Y al desaparecer todos ellos, por una inadvertida callejuela, ha vuelto la quietud a la plaza silenciosa.
Yo he sentido una de las más puras, profundas y nobles emociones al contemplar este "número" de Fiestas. He visto muchos años el paso por las calles de los ancianos asilados cuando se dirigen, junto con los llamados "Moros Nuevos", a celebrar la pequeña fiesta con que éstos anualmente, los obsequian. Y no me atrae solamente el noble rasgo de acordarse de ellos cuando más necesitados están de un recuerdo, ni el regalarles con suculenta comida que destaca de la cotidiana sobriedad. Me emociona la presencia de sus bienhechores: ese brazo fuerte que les ayuda a caminar; ese entregarles unas horas que pueden dedicarse al recreo que brindan las fiestas, y que ocupan en ofrecer su presencia a esos pobres viejos, carnes cansadas que todo lo dieron ya en la vida. Me emocionan esos rostros que arrugaron las penas y el tiempo en ahogadora alianza, y que muestran el extraño contraste de su sonrisa y sus lágrimas; que dan a entender el agradecimiento del que nunca podrá pagar lo que le ofrecen. Y me emociona el rasgo de unos hombres que saben cómo se practica la verdadera caridad y el verdadero bien, que, a diferencia de la fría compasión callejera, es caridad y bien de presencia y de aliento.
Volvió el cortejo, noche cerrada ya, que ha interrumpido momentáneamente quietud y silencio. Recobrados, ríela la luna en el minúsculo estanque, en plácida competencia con la blanca luz de unos faroles, modernistas, que desentonan en la vieja estampa de la plaza, retraída. Y sé muy bien, que, tras la puerta del viejo caserón, unos pobres ancianos, felices y emocionados, rezan ingenuas preces "por los Moros Nuevos".
Alfredo Rojas.
Yo he sentido una de las más puras, profundas y nobles emociones al contemplar este "número" de Fiestas. He visto muchos años el paso por las calles de los ancianos asilados cuando se dirigen, junto con los llamados "Moros Nuevos", a celebrar la pequeña fiesta con que éstos anualmente, los obsequian. Y no me atrae solamente el noble rasgo de acordarse de ellos cuando más necesitados están de un recuerdo, ni el regalarles con suculenta comida que destaca de la cotidiana sobriedad. Me emociona la presencia de sus bienhechores: ese brazo fuerte que les ayuda a caminar; ese entregarles unas horas que pueden dedicarse al recreo que brindan las fiestas, y que ocupan en ofrecer su presencia a esos pobres viejos, carnes cansadas que todo lo dieron ya en la vida. Me emocionan esos rostros que arrugaron las penas y el tiempo en ahogadora alianza, y que muestran el extraño contraste de su sonrisa y sus lágrimas; que dan a entender el agradecimiento del que nunca podrá pagar lo que le ofrecen. Y me emociona el rasgo de unos hombres que saben cómo se practica la verdadera caridad y el verdadero bien, que, a diferencia de la fría compasión callejera, es caridad y bien de presencia y de aliento.
Volvió el cortejo, noche cerrada ya, que ha interrumpido momentáneamente quietud y silencio. Recobrados, ríela la luna en el minúsculo estanque, en plácida competencia con la blanca luz de unos faroles, modernistas, que desentonan en la vieja estampa de la plaza, retraída. Y sé muy bien, que, tras la puerta del viejo caserón, unos pobres ancianos, felices y emocionados, rezan ingenuas preces "por los Moros Nuevos".
Alfredo Rojas.
Revista Fiestas 1950
Cedida por... Mercedes Pardo.
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