PARA QUE SIRVEN LAS PALABRAS
Para qué sirven las palabras que a propósito, o despropósito de las fiestas vecinales perpetramos. Tal podría ser la materia, o el tema que ahora tanto prodigamos, de un eventual simposio o congreso, o sea, otro pretexto para la reunión o acumulación de palabras, con las fiestas al fondo, no sé si escondidas, pérdidas o vagamente perseguidas. En todo caso, sospecho que la operación, improbable, carece de antecedentes. Porque resulta que con ser las fiestas, de locos de cuerdos, de la mayoría del personal en cualquier sazón, inclusive en algunas amargas y dolorosas, el asunto que más gozosa y libremente moviliza, las glosas o comentarios sobre ellas carecen de relevancia e influencia. Cauto como suelo ante los juicios de valor y las manifestaciones rotundas, he llegado a lo poco menos que definitiva conclusión de que entre las palabras escritas más cabalmente inútiles, y, la verdad, no sé si alguna vale para algo cierto y de provecho, las que escolian y ornamentan los papeles o almanaques festivos, pueden reclamar un lugar bien distinguido. En ciertos casos no son más que el excipiente para no servir a los vecinos una gavilla mazorral de anuncios, mercancía que aunque sólita y consuetudinaria estaría mal vista sin un parco adobo. Conviene alagar a aquellos de los que se espera la cooperación pecuniaria y en un país y entre paisanos más bien recelosos de la letra, de todas seguramente, pero primordialmente de la más perversa e insidiosa, la impresa, la atribución de inclinaciones doctas, disertas y encabalgadas entre la farragosa erudición y la amena literatura, es de efectos probados. Nadie concede un real y riguroso aprecio a un mamotreto festivo, engorroso para unos, trivial para otros, convencional para todos, pero como un rito, uno más, contiguo o inserto en el principal de la fiesta, hace bien, se ha convertido, con lenguaje administrativista, en "norma de obligado cumplimiento". ¿Qué comuna que se precie y aprecie no edita su centón en estos tiempos? De pasada facilita ciertas saludables expansiones cuasi fisiológicas, por ejemplo, da pretexto y texto a los literatos locales de vocación reprimida, difusión a una que otra rebusca o pesquisa historiográfica y, eventualmente, pie a que alguien, un servidor, agregue una pella a la masa de intermitente elaboración de una posible teoría de los festejos populares.
No sé si esto es mucho o poco, inane o trascendente. Me figuro que depende del talante de cada cual. Sin ánimo de establecer estimaciones comprometidas, modestamente, me permito apuntar que la cuestión, como la mayoría de las que nos ocupan y de vez en cuando preocupan, es subjetiva. En absoluto, faltaría más, para elevada a la pomposa y ostentosa condición de ley o norma.
Parece evidente de toda evidencia que los actores o agonistas de las fiestas, sus protagonistas, sin los cuales no tendríamos la bulla grande o chica que a todos remueve, bastante tienen con ejecutarla. Si en medio de ella se pararan a pensar, a dilucidar o interpretar el invento, seguramente todo el maravilloso, estupefaciente tinglado se vendría abajo. No es posible conciliar o concertar la acción y el pensamiento. Demos por bueno, sin meternos en mayores honduras, que unos, la mayoría, juegue, dichosos, ábsit invidia, y otros, en el entretanto, rumien el secreto sentido del juego o su destino, arcano o manifiesto.
Así pues, una fiesta robusta y con futuro quizá necesite de la contribución modesta, subalterna, en la sombra de quienes sin meter mano en ella, evítese si en una ocasión que otra se advierte la peligrosa veleidad en alguien notoriamente negado para ella, tratan de juntar con unas palabras unas cuantas ideas o visiones que revelen o desentrañen los entresijos lúdicros y quién sabe si también, a través de ellos, algunos más hondos y radicales aspectos del pueblo en fiesta.
Que nadie recele intromisiones impertinentes y perturbadoras.
Pero el dueño de la fiesta, quien la ejecuta, la cosa no es espectáculo o mojiganga aunque su eventual vistosidad, su involuntaria teatralidad lo creen por añadidura, no puede perder su tiempo acelerado y apretado, ni quebrar interrumpiéndola la tensa cadencia de su frenesí, para sumirse en la reflexión o la contemplación. Ha de ser, si tal necesidad se admite, alguien ajeno o ajenado, afectiva y cordialmente atento sin duda quien desde fuera, en la enjuta ribera de la corriente caudal y turbulenta, arrebatada y arrebatadora que es la fiesta, la contemple y, analice, la explique y ayude.
Tal es la utilidad o conveniencia posible de unas palabras al borde o al sesgo de la fiesta. Aunque nadie las lea. Porque por no sé qué torpe confusión, que debieran vedarse severamente quienes con más vehemencia participan en la diversión, todo el mundo ha dado en imaginar que acerca de los días geniales no deben proferirse más que sandeces y trivialidades. Como si éste no fuera el que realmente es, el asunto, desinteresado y nec-ocioso asunto, más serio y apasionante qué hasta ahora se ha tramado.
Unas palabras aquí y ahora, implicadas, que no enredadas, en la doble y paralela vía de la tradición que sustenta la fiesta y el cambio social que inevitablemente la enfrenta y altera, pueden valer para algo que seguramente no está de más, alumbrar y entender la manifestación y a sus dramatis personae.
Mucho mejor, de esto si estoy seguro, que los negocios y trabajos con que el personal pasa, a disgusto y por su daño las más de las veces, el resto mayor de su tiempo.
Y a la postre, por pesadas y cargantes que las palabras resulten, todo el mundo está de acuerdo en que son inocuas. Y aunque no fueran, vana presunción, natural en quién no posee más moneda, qué más da. Nadie va a leerlas.
Josevicente MATEO.
Extraído de la Revista Villena de 1984
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