19 jun 2023

1991 VILLENA: INDIOSINCRACIA Y DECADENCIA

VILLENA: INDIOSINCRACIA Y DECADENCIA
Por FRANCISCO ARENAS FERRIZ
Resulta cada vez más frecuente oír hablar en las tertulias y corros de nuestra ciudad del imparable proceso de decadencia que, supuestamente, está sufriendo la misma, frases tales como «Villena está de capa caído, «vamos a peor» u otras semejantes no son hoy insólitas y proporcionan una plástica imagen del pesimismo y desconfianza con que algunos de nuestros convecinos parecen considerar el futuro villenense.
Semejante deterioro es visible, según tales comentarios, en múltiples parcelas de la vida ciudadana: sociales, culturales o económicos, y llega a ser especialmente evidente cuando nos comparamos con pueblos vecinos, más favorecidos, aparentemente al menos, por los regalos de la fortuna. Razones de distinta índole explicarían este declive, aunque todas ellas confluirían de modo causal, al cabo, en la producción de tan indeseable proceso de empeoramiento.
La más extendida y arraigada de estas explicaciones, de pretendido fundamento etnológico, se basa en una particular interpretación de la personalidad de las gentes de Villena. Según tal hipótesis, el carácter villenero determina en los habitantes de esta ciudad una actitud resignada y displicente ante los males que les aquejan. En pueblos vecinos, se dice, la iniciativa de sus habitantes ha conseguido que se remonten situaciones críticas y adversas, cosa que en Vi-llena no resulta posible por ese fatalismo desesperanzado o indiferente que parece teñir la actitud de los villenenses ante la problemática propia. Se trata de un argumento expresado en locuciones del tipo «este pueblo no puede ir de otra manera» o «los de Villena somos así», etc, Es esta una argumentación tan difícil de rebatir, como de argumentar con solidez por lo intangible de su núcleo argumentativo: a saber, una oculta y fatídica naturaleza o idiosincrasia que determinaría la orientación general de nuestras actitudes ante la vida.
En efecto, la referencia a elementos tan vaporosos como «lo villenero» (impropia sustantivación de lo meramente adjetivo o predicativo), como explicación de nuestros problemas o, en todo caso, de su irresolubilidad, obstaculiza enormemente un tratamiento racional y sensato de los mismos. Nos recuerda tal argumentación a la mitología nacionalista, de la que tal postura sería una expresión a escala local con una particular aplicación. Elemento clave de alguna de las variantes doctrinales más perversas de tal teoría (determinadas formas de racismo, por ejemplo) es la afirmación de que el hecho de haber nacido aquí y no allí, de tener estos o aquellos apellidos, en definitiva, de disponer de una determinada partida de nacimiento o de carecer de ella, otorga privilegios a unos mientras penaliza con servidumbres incomprensibles a otros.
Tal circunstancia pesaría sobre nosotros de este último modo, como una cruel maldición que, predisponiéndonos de determinada manera, nos impediría solventar las dificultades que las circunstancias concretas nos plantean.
Desde mi punto de vista, decidir en qué medida «lo villenero» es causa de nuestros males, exigiría, en primer lugar, que estuviéramos en condiciones de dar una definición completa y única de tal adjetivo sustantivado, y, francamente, encuentro muy difícil alcanzar ese objetivo. ¿Quiénes representarían de mejor modo tales esencias villeneriles?, nos podemos preguntar. ¿Los que viven en la Corredera o los vecinos de la calle Román? ¿Los Martínez o los López? ¿Los Hernández o los Menor? ¿El villenero que se levanta al alba para recoger los productos de su minifundio huertano, que luego mercará en algún pueblo vecino, o el cortador que marcha a paso ligero por la cal e Ancha todas las mañanas, desde El Rabal a las Peñicas, con media barra de pan bajo el sobaco envuelta en papel de plata? ¿Las Virtudes o las Antonias? ¿Perico o Fermín? Sin negar la evidencia de que tenemos ciertas cosas en común, no es menos cierto que otras muchas nos separan y que, por tanto, difícilmente podríamos conseguir esa definición única y dilucidatoria a la que antes nos referíamos. En el mejor de los casos llegaríamos a un conglomerado tan diverso como entrañable, ciertamente, pero sin ninguna utilidad como explicación sociológica.
Esta fatalista argumentación basada en una supuesta idiosincrasia es, probablemente, más que ninguna otra, la que conduce de modo más directo a un inmovilismo y pasividad que en modo alguno considero supuestos. Así, por paradójico que pueda parecer, lo que se propone como una explicación a posteriori de determinados hechos, deviene en fundamento a priori de los mismos. (Pues a idiosincrasia es, precisamente, lo inmutable, lo fijo, el carácter constante de un pueblo, no se puede modificar. Si no cabe cambiar la causa, en consecuencia, ¿cómo se podrían corregir los efectos? Este es el fondo de tal argumento). No es, por tanto, la idiosincrasia en sí misma la razón de estos ingratos efectos. Es, antes bien, el considerarla como causa verdadera lo que la convierte en verdadera causa de los mismos. Sabemos, por ejemplo, que el vudú causa la muerte únicamente a quienes creen en su poder. De por sí no hay nada objetivamente cuantificable en las invocaciones de los hechiceros de esta exótica religión que pueda ser fisiológicamente maligno. Sin embargo, basta creer en el poder de tales ritos para que sus mágicos hechizos se materialicen en el crédulo e infeliz sujeto.
De la misma manera, pensar que por nuestra propia e inalterable naturaleza debemos soportar esta situación, se convierte aquí en la causa mágica e irracional de dicha situación. La imagen que nos hemos forjado de nosotros mismos nos encadena a ella. La explicación idiosincrásica se nos presenta así como una pseudo explicación que conviene desechar con el fin de dedicar imaginación y esfuerzo a buscar explicaciones más racionales de nuestros males, como las dificultades económicas, a deficiente preparación de nuestros jóvenes, las relaciones con la Administración o la posición política de Villena en la Comunidad Valenciana.
Llegados a este punto alguien podrá afirmar que, simplemente, estamos exagerando la nota al hablar de la decadencia de Villena, especialmente si nos fijamos en otros pueblos, en peores condiciones que el nuestro. En mi opinión la discusión sobre este asunto tampoco nos llevaría a ninguna conclusión firme; considero oportuno, no obstante, -lanar algunas reflexiones sobre el tema.
El concepto de decadencia encierra, frente al de progreso, concepción pesimista de la historia. Para esta concepción el presente siempre es peor que el pasado aunque menos malo que el futuro; en el a se combina la nostalgia del ayer con el temor ante el mañana y la amarga insatisfacción por e hoy. Lo contrario ocurre con quienes, imbuidos por el espíritu ya algo ajado de la Ilustración, creen en el ineluctable avance de progreso; e futuro es la Tierra Prometida. En Villena podemos encontrar defensores extremos de ambas posturas: para unos nada está bien, pero aún no ha venido lo peor; para otros todo va sobre ruedas y, en todo caso, lo que no esté perfecto no tardará-en arreglarse. Resolver esta cuestión satisfactoriamente exigiría que pudiésemos disponer de una exhaustiva visión de la historia particular de nuestro pueblo y de unos criterios claros para decidir qué es lo bueno y qué lo malo. Por ejemplo, ¿es buena la industria contaminante que crea puestos de trabajo, al menos de momento? ¿Es bueno el coche que nos permite desplazamientos cómodos, aunque cada vez menos rápidos y seguros? En resumen, ¿en qué sentido el ayer fue mejor que el hoy? Los argumentos en pro o en contra podrían ser muy numerosos y no siempre concluyentes. La envergadura de tales cuestiones debe ser suficiente para desanimarnos a entrar en estas discusiones filosóficas de alto nivel ahora, al menos mientras no hayamos resuelto otras más terreras.
Desde mi punto de vista, de la misma manera que no tiene sentido esgrimir el ambiguo concepto de idiosincrasia para dar una explicación seria de la actual situación socioeconómica de la ciudad, tampoco vale la pena devanarse los sesos sobre si estamos o no en decadencia. Si decidiéramos intentarlo deberíamos resolver algunas cuestiones de carácter meta histórico o filosófico excesivamente complejas. Como, por ejemplo, a de cuándo empezó tal proceso degenerativo, si a fina es del siglo XVII o en los albores del XX. Si es un proceso local o se enmarca en un macroproceso nacional o, incluso, universal, y otras de similar y terrorífica magnitud.
Dejando de lado esas complicadas preguntas, más aptas para sesudos investigadores, habremos de convenir sin dificultad que determinados problemas de antaño quedaron resueltos hogaño, y, a la inversa, que hoy se plantean problemas que ayer no tuvieron existencia alguna.
Nada de eso puede impedirnos reconocer que nuestro pueblo tiene hoy importantes dificultades que superar. Siempre las ha tenido, sin ninguna duda. Pero nosotros sólo podemos intentar acometer las actuales. La historia ni nos permite ni nos exige que vayamos más allá. Refugiarnos en supuestas idiosincrasias para justificar nuestra propia ineptitud es tan innoble como cerrar los ojos a la realidad, pretendiendo que todo funciona del mejor modo posible. Lo más sensato será, me parece a mí, intentar contemplar como están realmente las cosas sin dejarnos cegar por ideas preconcebidas o discutibles interpretaciones históricas. Y una vez forjada esta visión de la realidad libre de prejuicios, imaginar cuál sería el mejor modo de organizarla. Imaginemos, por ejemplo, que disponemos de una fuente de riqueza segura y constante; que gozamos de una atención sanitaria suficiente y próxima; que somos respetados por unos organismos políticos superiores que atienden nuestras demandas con un inmejorable concepto de la justicia distributiva; que los niños y jóvenes de Villena no sólo tienen satisfechas sus necesidades primarias, sino también los medios para desarrollar armoniosamente sus posibilidades físicas y espirituales; que no hay miseria social que remediar ni socorrer; que la vejez no es un estigma sino un blasón para los villeneros ancianos; que el nuestro es un pueblo hermoso del que nos enorgullecemos cuando o mostramos a visitantes amigos, y, en fin, que hemos sabido conservar dignamente la herencia cultural y patrimonial de nuestros antepasados. Naturalmente ningún pueblo tiene cumplidas de modo total estas demandas. Es más, en algunos aspectos tal vez el nuestro las haya cubierto de modo más satisfactorio que otros. Pero ello no invalida la argumentación anterior que se resume en dos breves conclusiones: que las cosas son francamente mejorables, en primer lugar y, además, que nada nos puede impedir intentar llevar a cabo tales mejoras.
 tiene problemas económicos bien conocidos; insuficiencias sanitarias bien padecidas; deficiencias educacionales, desajustes urbanísticos, lagunas culturales, dificultades de identidad política e integración plena en la Comunidad Valenciana, etc. No se trata de trazar un panorama apocalíptico, sino tan sólo de combatir las dos posiciones que me parecen más nefastas para la mejora en la vida de los pueblos y las gentes: el conformismo autocomplaciente y la resignación fatalista. Desde presupuestos ideológicos diferentes ambas posturas conducen al mismo inmovilismo regresivo y detestable,
En estos tiempos finiseculares que nos ha tocado vivir, en los que desde todos os foros y organismos se realizan planes para empezar el nuevo milenio con buen pie, los villeneros no podemos quedarnos atrás renunciara a pensar en el futuro por una hipotética tara o sino histórico. Hemos de plantearnos urgentemente cuestiones como a de qué ciudad deseamos para dentro de 50 años; de qué vivirán quienes la habiten; cómo podemos garantizar a quienes nos sucedan unas condiciones dignas y no discriminatorias de vida; qué habremos logrado conservar para ellos de nuestro patrimonio natural e histórico, etc. Hace falta pensar en ello y trabajar por ello sin pérdida de tiempo. Es esa una enorme tarea de la que ningún villenero que merezca I amarse así puede excluirse ni tampoco ser excluido. La historia es implacable y no aguarda a los indecisos, camina aplastándolos.
Extraído de la Revista Villena de 1991 

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