27 may 2024

1994 EL JARDÍN DE LA MELANCOLÍA

El jardín de la Melancolía
A veces uno cree que todo lo ha olvidado. Pero basta un sonido, un olor, un tacto repentino e inesperado, para que de repente el aluvión del tiempo caiga sin compasión sobre nosotros y la memoria se ilumina con el brillo y la rabia de un relámpago.
Julio Llamazares
María:
Todavía tengo la bolsa de viaje medio llena de ropa. Hace dos días que llegué del pueblo y tengo pereza en vaciarla; como si el contenido que resta de la misma me uniera a ciertos recuerdos y melancolía que me han producido pasar en casa de mis padres estos últimos quince días.
HA sido una pena como siempre, cuando voy, no poder coincidir estos días contigo y conversar por las tardes tomando alguna cerveza o paseando por las calles del pueblo. Nadie mejor que tú me cuenta con más pelos y señales lo que acontece en mi ausencia. Por eso te escribo con tanta premura después de mi regreso. Echo de menos tus conversaciones cuando estoy allí y, como esta vez no las he tenido, necesito hablar con alguien que pueda escucharme y compartir mis pensamientos sobre determinados hechos. Si alguna persona lee esta carta que no seas tú, pensará que soy un nostálgico, que estoy enajenado por la ausencia de mi pueblo y tú sabes que no es eso; que aquí, en Valencia, en la gran ciudad, también estoy adaptado y soy feliz en mi trabajo y en mi ocio, aunque despotrique de la gran urbe. ¡Hay tanta gente en la capital! Es tan impersonal el ritmo que se lleva fuera de los circuitos de la vida cotidiana: familia, trabajo, los cuatro vecinos que conoces de las 30 viviendas de la finca, el bar de siempre y poco más. Son tantas las caras, ojos, ropas que pasan sin dejar huella, salvo algunas miradas penetrantes que me siento obligado a escrutar y que no atinas a saber qué dicen, que cuando ya tengo mi cabeza saturada de tanta sensación autómata, necesito un descanso; mirar un poco en mis raíces para sentirme parte del mundo, para no perderme en la vorágine de la humanidad. Por eso mis días en el pueblo y tu amistad son tan importantes para mí, porque me proporcionan esa evasión, esa conexión con mi mundo más básico, el que relaja en parte mi espíritu.
Y ahora deja que te cuente esa melancolía que me he traído de allí.
Estaba paseando por la estación, por la renovada estación del tren que ahora también es de autobuses; sabes tú mi debilidad por cualquier estación o lugar donde se emprende o termina viaje; siempre que visito estos lugares para cualquier viaje me siento muy concentrado por todos los detalles que me acompañan: la espera, el billete, el motivo que me hace viajar, los viajeros que veré... En estas salas y en los andenes, muchos actos humanos son determinantes y reflejan muchos caracteres y personalidades: una despedida que por su vacío deja dolor, otra que deja satisfacción, un futuro que se abre, un regreso que se recibe con alegría, etc..., emociones de distinto signo, hervidero de sensaciones, como quieras llamarlo, pero casi nunca observarás indiferencia.
Pero la melancolía que me he traído de allí, no es por haber estado en la estación, sino por sus alrededores. Sus alrededores ya de hace tiempo transformados y los que ahora se están transformando. De los ya acabados apenas era consciente de lo que había pasado en ellos, pero viendo lo que estaba ocurriendo con parte de lo que quedaba del resto he podido pensar en otros días, en días pasados de otros años, donde aquellos y otros alrededores de casa fueron auténticos relatos de mi vida, sobre todo de mi niñez, infancia y pubertad; todo quedaba muy lejos, muy lejos y apenas conseguía recordarlo, pero al final he podido rescatar alguno de ellos. Mira.
Recuerdo con una estela de vaguedad que el susto más grande de mi vida fue en mi infancia, y en el tiempo de los «bucaneros»: hombres que cogían a los niños para llevárselos lejos, según historietas que cada cierto tiempo aparecían entre nosotros, los niños y niñas del barrio y que nadie sabía de dónde llegaban, historias que todos creíamos firmemente al que las contaba. Cualquier maldad que estos hombres cometieran nuestra imaginación se encargaba, entre las opiniones de todos, de hacerla más cruda y cruel, provocando miedos que tardaban algunos años en desaparecer de nuestra inocente infancia.
Una noche cálida de primavera, no debería yo tener más de doce años, un amigo del barrio y yo decidimos ir a la V.A.Y. —podíamos haber decidido otra cosa—, a coger albaricoques. Era noche oscura poblada de estrellas, cuando siguiendo la línea de la vía estrecha y por encima de los travesaños nos adentramos por la puerta principal del jardín en busca de ese albaricoquero. El jardín olía bien y estaba cubierto de verde. Aunque fuera noche cerrada la fragancia de las rosas, tenía muchas y distintas, y la densidad de sus variados árboles y plantas, se apreciaban. No en vano la primavera estaba en todo su apogeo y el volumen de una naturaleza viva no permitía dudar de su presencia y menos en ese precioso jardín.
Estábamos bajo el árbol, protegidos por la única ilusión de llenar un par de bolsillos de albaricoques; no había más conciencia que la recompensa del verde manjar.
Ayudé un poco a escalar a Pepe, pues al ser él el mayor de los dos, tomó la responsabilidad de subir y adentrarse entre las ramas. El recogería tanteando los albaricoques y me los daría cuidadosamente a mí.
No eran tan fácil de coger como con la luz del día y nos estábamos demorando un poco. Habríamos cogido más de doce, casi los suficientes para los dos, pero Pepe quería buscar dos o tres más, por si al volver la próxima vez no encontrábamos ninguno.
¡Vale Pepe, baja ya!, le dije. Cuando de pronto, voces altisonantes, no inteligibles y un par de cuerpos con prendas claras que no pude descifrar, intentaban alcanzarnos a través de un seto de aligustre que protegía el acceso a las vías no muy alto. Un fuego dentro de mí invadió todo mi pequeño cuerpo. Se produjo una reacción de angustia y vigor, ¡PEPE HOMBRES! es lo que atiné a decir lo más fuerte posible y comencé a correr. Si digo que con las mayores fuerzas que poseía habría que añadir un poco más a esas fuerzas. No sabía qué pasaba detrás de mí, sólo que tenía que correr y correr para salir de allí y no era nada fácil hacerlo por encima de las piedras que protegían los travesaños de la vía.
Por fin salí y llegué al paso de nivel del cruce de vías, todo asustado y con el corazón en un puño. Con la tranquilidad que da ver luces y claridad en las calles comencé a creerme que ya estaba salvado. Pude mirar atrás para ver lo que sucedía, Pepe llegaba a diez metros de mí. ¡Sigue, sigue, no te pares! me dijo cuando llegó a mi altura. Cuando a los pocos minutos estábamos sentados en la acera, en nuestro barrio y comenzábamos a tranquilizarnos no salíamos de nuestro asombro. Pepe me contó que cuando escuchó lo de hombres, saltó del albaricoquero, se hizo daño en un tobillo y que corrió y corrió. Uno de los hombres estuvo a punto de alcanzarle pues me persiguió hasta que salí por la puerta y al pararse porque no pudo cogerme, Pepe lo esquivó como pudo para que no lo cogiera a él tampoco.
Por una temporada nuestra hazaña fue repetida entre nuestros amigos y amigas del barrio muchas veces, guardándose un silencio perfecto cuando la narrábamos. Mi única duda es que nunca llegaré a saber si de verdad esos eran hombres bucaneros.
Pero no solamente pasé apuros en ese jardín esa noche primaveral. Hubo una tarde que también sufrí espantosamente un rato. Fui con un amigo, Antonio, a merodear por el jardín y para entretenernos decidimos que lo mejor era entrar al mismo, arriesgando el pellejo, saltando una gran puerta de hierro que había en la fachada lateral. La puerta terminaba, todo lo ancho que era, en puntas como flechas en su parte alta y cada una de las hojas de la puerta estaba dividida geométricamente con barrotes muy gruesos. Físicamente yo no era muy grande y mi valentía no era de las que sobresalían, pero el nervio que me movía me daba ánimos para ser uno más. Así que como pude, agarrándome a los barrotes subí hacia arriba y con sumo cuidado vencí las puntas de las flechas. Luego todo fue tan sencillo como dejarse caer y ya estaba dentro.
Cuando decidimos volver al barrio, aburridos de estar allí, pues visitábamos el jardín excepcionalmente y de tiempo en tiempo, fuimos a la misma puerta, pero esta vez, en vez de subir la íbamos a pasar por debajo, cruzando entre los barrotes. Había unos horizontalmente, muy pegados al suelo. Mi amigo cruzó sin muchos problemas y cuando yo comencé a hacerlo pensé que correría la misma suerte; mis pies, piernas y tronco no tuvieron problemas, pero mi cabeza quedó enganchada entre los barrotes. No podía seguir ni para atrás ni hacia adelante y la presión de los barrotes me tenía tan sujeto, que perdí el sentido de la orientación. Quería salir de esa situación como fuera y no sabía cómo. Mi amigo tampoco podía ayudarme. pues si tiraba para donde fuera me hacía más daño. Conforme pasaban los minutos sentí miedo y soledad, una soledad infinita. Era imposible vencer a los barrotes.
Me imagino que el mismo miedo me hizo hacer movimientos, no sé hacia dónde ni cómo, el caso es que pude escapar de esas tenazas sin saber la manera. Más tarde cuando pensaba en el suceso y para creerme que nunca me hubiera podido quedar allí para siempre como pensé que podía pasar, me decía a mí mismo que con un poco de jabón en los barrotes y mi pelo habría bastado, una buena sierra también hubiera podido con ellos..., así poco a poco superé esa sensación de angustia tan genuina.
Pero no todo fue atroz en ese jardín, a pesar de que lo frecuentaba más bien poco.
Recuerdo la inocencia con la que nos interesábamos Juan y yo cuando comenzamos con los primeros cigarros. Lo hacíamos un poco alejados de casa y a escondidas para que no nos descubrieran. Y justo al lado del jardín, enfrente casi de la estación, había una acacia de tres puntas mediana y también brotes de la misma un poco altos, lo suficiente para escondernos y esconder el tabaco en su maleza. Lo de esconder el tabaco lo hacíamos con la malvada idea de que poca gente se atrevería a entrar entre los brotes de la acacia, ya que sus pinchos si te pinchas son dolorosos. A veces comprábamos cigarros negros y de colores y eso era como entrar en otro mundo.
Ahora bien los mejores recuerdos que tengo de ese jardín son los amorosos y creo que no solamente para mí. Era un lugar tan íntimo, tan recogido; se prestaba tanto a disfrutar de las leyes naturales del amor, que los fines de semana sobre todo era un continuo goteo de parejas que lo visitaban. Allí han debido de formalizarse muchas promesas entre abrazos, caricias y tiernos besos.
No quiero extenderme mucho con la carta y lo digo porque me van apareciendo colgados detalles en la memoria; de manera que como empiece a narrártelos aparte de tener que bajar a comprar más folios, en vez de una carta, esto va a ser un epistolario.
Pero antes de terminar y siendo fiel a la razón a ese aluvión del tiempo que ha determinado tanta nostalgia a otros tiempos, no puedo dejar de preguntarte, ¿te acuerdas de las tres balsas que había junto al paso de nivel, creo que se llamaba la maquinilla y que abastecían a la estación de agua cuando las locomotoras de los trenes eran a vapor y que no se veían porque había una gran tapia que lo evitaba?
La tapia que daba a la vía hace años que poco a poco se fue cayendo, dejando a la vista los tres cuadriláteros vacíos de las balsas, que ya hacía años también como una condena del tiempo y el olvido, habían dejado de llenar las barrigas de las locomotoras. Pero era un consuelo verlas vacías; no provocaba extravíos nostálgicos en mi mente. Todo lo contrario de este último viaje, pues me las he encontrado sepultadas por casquijo (la casa de los franceses la han derruido dejando su fachada exterior), pero el casquijo del derribo lo han echado a las balsas. No acababa de creer lo que veía. La historia de una, ha borrado la otra. Dentro de unos meses habrá personas que duden de que allí había tres balsas y nunca más la historia de esos alrededores será la misma. No quedará nada de lo que un día fue suyo: mis visitas de niño con un amigo, Argelio, a la caseta donde un rompecabezas de llaves y tubos de distintos colores conducían el agua secretamente a las locomotoras. Por mucho que el abuelo de mi amigo nos explicara, pues era el encargado de controlar todo ese jeroglífico, nosotros siempre nos mirábamos, como diciendo ¡qué complicado es el mundo de los adultos! Era tan enmarañado el mecanismo como puede ser ahora para mí la sala de máquinas de un transatlántico. Otro atractivo llegaba del murmullo lejano del agua, cuando pasaba de una balsa a otra, porque el agua iba de una balsa a otra para depurarse y filtrarse, pues el funcionamiento de las locomotoras requería un agua especial. Gracias a esa agua, miles de viajeros han hecho realidad sus viajes y poca gente sabrá con qué mimo se trataba. Éramos tan pequeños y nos parecían tan grandes y llenas de agua que nos daba miedo en verano bañarnos en ellas; a veces como algo excepcional metía los pies para aliviar el sofoco veraniego. Cuando fuimos un poco más grandes nos atrevíamos a cruzar por la medianera, donde resbalaba el agua de una a otra, lo hacíamos con tanta precaución por no caer, que si así hubiera sido, el temor que llevábamos contenido hubiera provocado una desgracia.
Como diría el poeta, pasaron los años de mi niñez tan deprisa que apenas tuve tiempo de ver cómo se iban. El tiempo transforma los recuerdos. Esa es la sensación que me quedó esa tarde, María.
Y ahora te lo cuento para que compartas esa melancolía que queda en mis sentidos.
Sé que me dirás que el tiempo pasa irremisiblemente, que los minutos van pasando lentamente, que son los mismos que nos envejecen, los mismos que destruyen nuestros rostros. Pero quede como testimonio silencioso el recuerdo lejano de haberlos vividos: ese sonido del agua que ha perdurado aunque ya nadie pueda escucharlo.
Tuyo José.
A Ana.
Extraído de la Revista Villena de 1994 

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