Tarde de selectividad. Por JUAN MORA
Debido a que mi economía se tambaleaba por unos gastos extras, solicité participar en las pruebas de selectividad como corrector de lengua o literatura. Tenía noticia de que la Administración es más generosa con este profesorado que con el que por la negra suerte de un sorteo, o por el dedo arbitrario de la inspección, se ve obligado a formar parte de un tribunal de oposiciones.
En mayo me notificaron que me habían nombrado como vocal número trece del tribunal número quince, correspondiente a la zona de Villena. Aunque no me apetecía hacer ochenta kilómetros durante tres días consecutivos, tuve que aceptar. Por una parte, lo había solicitado libremente; y por otra, me obligaba el artículo 28 de la Ley de Procedimiento Administrativo.
El día diecisiete de junio comenzaban los exámenes. Estaba citado a las ocho cuarenta y cinco en el instituto de bachillerato "Hermanos Amorós" de aquella localidad. Como no me gusta ir con prisas, salí de casa a las siete. Pero para ir a Villena, te ves obligado a coger la autovía de Madrid, por lo tanto no tuve más remedio que transitar por ella; y los que con anterioridad la hemos utilizado, sabemos bien que algunos tramos han sido planificados más con las posaderas que con la cabeza. Seguramente a causa de ese diseño tan docto, me tocó ver el macabro espectáculo de uno de esos raros ataúdes de plástico blanco aparcado en la cuneta; con lo que ello conlleva de angustia y nerviosismo, más la consiguiente retención de tráfico. Llegué, pues, con el tiempo justo para las pruebas.
Hasta aquí todo normal, si consideramos "normal" —y ya lo vamos viendo así, por desgracia— que alguien, con toda la pena y ninguna gloria, se deje la piel en el asfalto.
El núcleo del relato comienza el segundo día:
El viento de levante, que llevaba dos días soplando, arrastró las nubes desde el mar hasta Villena. Cuando sobre las nueve llegué a la población, ya habían puesto cerco al castillo de Don Juan Manuel, príncipe de los cuentos.
Los exámenes comenzaron a las nueve y media; terminaron a las dos de la tarde y prosiguieron a las cuatro. Dispusimos de dos horas escasas para comer, para lo cual fuimos a un restaurante del centro. De regreso al instituto (sobre las cuatro menos diez), comenzaron a caer las primeras gotas. Pensé que sería un aguacero sin importancia.
Iba a empezar el primer ejercicio de la tarde: el de Historia Contemporánea. Los alumnos fueron llenando las aulas. Me tocó vigilar a unos cincuenta, que tuvieron que acomodarse en una clase planificada para cuarenta; por lo tanto se vieron obligados a ocupar hasta el espacio que suele haber entre la mesa del profesor y sus asientos. La fila de pupitres de la izquierda se alineaba contra las ventanas que dan al patio del oeste.
A los quince minutos y sin previo aviso, se levantó una ventisca que parecía que iba a arrancar los árboles, descoyuntar las ventanas y llevarse al edificio por los aires; y con el viento, un aguacero impresionante. A pesar de ello, los nerviosos pero pacientes alumnos seguían redactando el tema. Al poco oí unos fuertes golpes en los cristales de las ventanas. Me levanté de la mesa y vi como unas bolas de granizo casi del tamaño de una mandarina, los golpeaban. Recomendé a los que ocupaban los pupitres junto a los ventanales, que corriesen sus asientos hacía el centro de la clase, pues me preocupaba que el granizo pudiese romper el cristal y herir a alguno.
Hasta aquí casi "normal", si no nos ponemos en la piel de los agricultores de la zona.
— ¡Mi mochila!, —gritó un examinando a los cinco minutos—. Me levanté de nuevo y observé cómo el agua penetraba por debajo de las ventanas, formaba un charco bajo ellas, y avanzaba hacia el centro de la clase. Les aconsejé que colocaran sus enseres encima de un pupitre. Me volví a sentar, y seguí con la lectura y vigilancia del examen. Creí que ya había pasado el peligro.
No habrían transcurrido ni otros cinco minutos, cuando una muchacha, que ocupaba el extremo de la primera fila a mi izquierda, lanzó un chillido impresionante. Me sobresalté. La encontré de pie, con el pelo mojado y el ejercicio chorreando. Su asiento estaba situado debajo de una chimenea (supongo que aquella clase habría sido la de hogar, un laboratorio, o el bar del instituto), y que hojas, pelotas de frontón, excrementos de gato, o vaya usted a saber, habrían obstruido el conducto. Lo cierto es que el tapón, obligado por la presión del agua acumulada en la terraza, cedió y vino llover de golpe sobre la cabeza y el ejercicio de la chica que, asustada y como un pollito mojado, con la "sábana" bañada en la mano, repetía lloriqueando: ¡Qué hago ahora!, ¡y ahora qué hago!, ¡mi examen!, en medio del bullicio y risas de sus compañeros/as. Intenté tranquilizarla asegurándole que iba a hablar con el presidente del tribunal y explicarle lo sucedido para que pudiese redactar de nuevo el ejercicio; que yo me quedaría con ella hasta que acabara; que incluso el tiempo para hacerlo sería superior al que había empleado hasta ese momento. Se serenó, sacudió el calado papel y comprobamos que lo que llevaba escrito se podía leer; así que, pasados cinco minutos, pudo reanudar la prueba.
Mientras tanto el agua había invadido media clase. Voy a tener que pedir a los conserjes que suban unas balsas para que podáis terminar el examen—, bromee para "destensar" la situación; aunque no eran necesarias: por fortuna, la mayoría calzaban deportivas con plataforma, que les salvaron del agua y de una posterior pulmonía.
Al poco vino un compañero a sustituirme. Salí al pasillo y mi asombro fue aún mayor al ver el seminario de historia contiguo al aula. Era todo un espectáculo, pues llovía más dentro del pequeño recinto que en la calle: el techo agrietado era una gotera, pero por el centro de la pieza y sobre la vertical de una mesa, tres o cuatro caños del diámetro de un cuello de botella, vertían el agua de la terraza encima de unos diccionarios que parecían sin usar, y sobre unos montones de fotocopias. Dos conserjes contemplaban desde la puerta este singular fenómeno mientras hacían comentarios sobre la solidez del edificio. En un momento determinado, insinué a uno de ellos que se podían salvar los libros a costa de una pequeña ducha, pero se hizo el sordo. Me aventuré y, a pesar de que un chorro de agua me refrescó a base de bien, los pude coger. Creí que ya no tenían salvación: estaban tan mojados que pensé, que la única solución pasaba por meterlos en un microondas, al menos saldría de allí un buen asado de términos históricos.
Fui después al lavabo: no había, como era de esperar, ni una mala toalla. Me tuve que secar la cara y el pelo con papel higiénico, me lo alisé con los dedos aunque logré bien poco, pues, a pesar de mi em-peño, se me quedó como el de un bailador de tangos mal peinado.
Bajé al bar a tomar un café y reponerme de la ducha para tener un aspecto más presentable. Al cabo de un rato —ya casi finalizando el tiempo del ejercicio—, regresé a la clase para relevar a mi compañero. Pude comprobar que el techo, pese a que estaba muy humedecido, aún se mantenía firme, y que el alumnado, indiferente al cataclismo, seguía emborrando folios con datos de historia, quizás con aquella tan arraigada idea de que para sacar una buena nota, más vale cantidad que calidad.
Todo este extraordinario pero verosímil suceso, me llevó a situaciones análogas que se fueron repitiendo los días lluviosos del último curso. Pasaré a contarlo:
En algunas de mis clases en el Instituto Virgen del Remedio de Alicante (concretamente las de Segundo de Bachillerato, ubicadas en la última planta del edificio), el alumnado estaba totalmente dividido. Esta distribución no estaba motivada por cuestiones ideológicas o de amistad, ni tampoco por la más arcaica dinámica de clase (la que hace —como todos los docentes sabemos— que al final del aula se parapeten los que prefieren que se les ignore porque son tímidos, o los que no dan golpe; y, que se sienten en primera fila los bautizados como "empollones" por el resto de los compañeros), sino por una cortina de agua: como el aula se llovía por la mitad, los jóvenes se veían obligados a despejar el centro, siguiendo las reflexiones del primer amo de Lázaro de Tormes, el astuto ciego: "porque es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados".
Al cabo de unos días, observé cómo unas diminutas estalactitas negruzcas pendían de las grietas del techo. ¡No hay mal que por bien no venga! ¡Buen material es éste —dije entre mí— para el profesor de geología, pues puede hacer un buen trabajo de campo sin salir del aula!
A la vista de todo ello, reflexioné no sólo sobre lo despacio que van las obras de palacio (cuando se deciden a hacerlas); sino también, lo chapuceros, maltrabajas y poco conocedores de su oficio que son los técnicos y gerentes de la Administración.
¡País de Larra!
EPILOGO
Ojalá que estas mínimas secuencias narrativas no se conviertan algún día en nota necrológica, en artículo rabioso, en denuncia de los padres y del profesorado en el correspondiente juzgado de guardia; y, en el peor de los casos, en tema para todo un mes de uno de los tantos programas basura de Pepe Navarro, al haber —el que redacta y sus alumnos— sido aplastados por la techumbre del aula, un día lluvioso de otoño cuando intentaba hacer llegar a los chicos el concepto de coherencia textual, mientras que ellos, desde sus pupitres divididos, lánguidamente veían caer en mitad de la clase las gotas de la chapucería y la ineficacia.
NOTA: Tres meses después de redactar estas líneas —el día dieciséis—, he tenido que volver al instituto para los exámenes de septiembre. Quise, nada más llegar, tomar un café en el bar del centro. ¡Sorpresa!: cerrado, peligro de derrumbamiento. Por la ventana de una de las clases del primer piso, vi uno de los pabellones del patio del oeste totalmente agrietados. No sé de otros daños, pero a la vista de estos, creo que sean numerosos. Pese a todo, y cumpliendo órdenes, las clases deben empezar el veinticinco de este mes. Supongo.
Extraído de la Revista Villena de 1997
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