Alfredo Rojas (semblanza de un «Hijo Predilecto» de Villena). Por ÁNGEL L. PRIETO DE PAULA
Una publicación como ésta, de periodicidad anual, no puede dar cuenta de la actualidad compitiendo con medios contiguos a los hechos, pues se condenaría a servir noticias recalentadas,
mucho después de que dejaran de serlo. En cambio, permite una reflexión demorada sobre lo que esas noticias suponen, paralizando un tanto el dinamismo enloquecedor de nuestra época. (Uno, que es lector apasionado de las crónicas de revistas y periódicos antiguos de esta misma ciudad, esboza una sonrisa, entre tierna e irónica, cuando lee expresiones parecidas de quienes a comienzos del siglo se quejaban del «dinamismo enloquecedor» del que yo me quejo ahora, ese que permitía a los escasos automovilistas rodar... ¡a treinta kilómetros por hora! ¿Sentirán lo mismo los hombres y mujeres del futuro cuando lean esto?) Es ese vértigo de la velocidad el que hace que las noticias envejezcan apenas producidas, como el heno al que se refería el capitán Fernández de Andrada en la «Epístola moral a Fabio», «a la mañana verde, / seco a la tarde».
Este preámbulo explicará mi resistencia a exponer en estas líneas, como podría sugerir el título, el proceso a cuyo término D. Alfredo Rojas Navarro fue nombrado Hijo Predilecto de la ciudad de Villena. Lo supongo, a estas alturas, bien conocido por todos los lectores. Baste decir, a modo de mínimo resumen, que la propuesta de otorgar este título a nuestro personaje surgió del Círculo Agrícola Mercantil Villenense en noviembre de 1995. A nadie se le oculta que esta sociedad recogía las numerosas incitaciones y deseos de muchos ciudadanos, que hace tiempo se sentían en abultada deuda con Alfredo Rojas. Una vez cubiertos los trámites de rigor, el sábado 18 de mayo culminó el procedimiento en un Pleno Extraordinario del Ayuntamiento de la ciudad, que impuso tal distinción al Sr. Rojas. Todavía más tarde, el sábado siguiente, una amplia concurrencia de ciudadanos de Villena y otros lugares, amigos todos de Alfredo Rojas, asistió a una comida de homenaje, orquestada por una comisión a cuyo frente estaba D. Vicente Prats. Allí se le hizo saber, fuera ya de los protocolos y rigideces propios de un acto oficial, la admiración y la gratitud que sentimos por el homenajeado.
Pero hagamos punto y aparte. Quien firma estas reflexiones conoce a D. Alfredo Rojas —«Alfredo» por antonomasia— hace un buen número de años. Desde perspectivas vitales distintas en cada caso, lo conocerán también todos los villenenses. Y a muchos, y acaso más que nadie al interesado, les resultará extraño ver convertido a éste en tema de un artículo, habituados como estamos a que sea él quien los escribe, quien glosa, comenta, notifica y atestigua los avatares cotidianos de la ciudad y de sus gentes. Algo así ocurriría al pensar en un cirujano tendido en la mesa de operaciones. Pues una y otra vez, en una publicación u otra, Alfredo ha sido denominador común de cuantas iniciativas culturales han existido en esta ciudad, aunque siempre de un modo más que silencioso: desde la retaguardia, sembrando su talento sin reparar en esfuerzos ni en tiempo gastado, escribiendo páginas que aparecían suscritas por la firma de otro, diciendo irrestrictamente que si a cuantos hemos requerido de su colaboración y de su apoyo... Hete aquí al retratista retratado, al hombre que ha trabajado siempre tras el telón situado por una vez, y muy a su pesar, en el escaparate cultural de su pueblo.
Estoy seguro de que él nunca actuó pensando en aparecer, ni siquiera de refilón, en el primer plano de la actualidad. Pero también sabrá perdonárnoslo, porque entenderá que sus conciudadanos hemos querido agradecer sus desvelos y su entrañado amor por las cosas de su entorno, por esta vez —y ojalá sirva de precedente— a su debido tiempo, cuando aún son muchas las tareas que deberá emprender Alfredo, y muchos los favores a los que tampoco en el futuro va a querer negarse.
En períodos de megalomanías, uno siente atracción por un espíritu que, aunque lo consideremos cosa del pasado, acaso haya sido siempre minoritario y como subterráneo: el que empuja a realizar las tareas por el amor de hacerlas, y no por el placer de haberlas hecho, y a valorar las cosas por lo que son, y no por el rendimiento que pueda de ellas obtenerse. En la persona de nuestro contemporáneo parece encarnarse el cantero anónimo que contribuyó a elevar una catedral gótica; el platero renacentista que hurtó su firma a los repujados que hoy admiramos; el escritor que, en cualquier edad, no quiso poner su nombre bajo la obra en la que se vertió. Alfredo siempre se ha protegido de los elogios escudándose en la intrascendencia de su tarea. El personaje del Quijote Maese Pedro lanzó a su ayudante una admonición que viene pintada para traducir el modo de actuar de Alfredo, de espaldas siempre al engolamiento: «Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala». Y Montaigne, quien, lo sepa él o no lo sepa, puede pasar por su maestro, lo dijo bien claro y sin delicadeza alguna: «por muy alto que sea el trono en que nos sentemos, al final no estamos sentados sino sobre nuestro trasero».
Contaré dos anécdotas que resumen de la mejor manera la percepción que tengo de Alfredo. La primera ocurrió hace ya varios años cuando, a instancias de la dirección de la Casa de Cultura, di yo un curso sobre "el arte de escribir", donde analizábamos algunas técnicas de la escritura creativa. El curso era —creo que entonces ya lo sabía— pretencioso por su título, aunque quizás no absolutamente inútil, pues en él nos reunimos personas con unos gustos comunes para tratar precisamente sobre ellos. Tuve un sobresalto cuando me percaté de que nuestro hombre, Alfredo, se había matriculado en ese curso pensado, al cabo, "para aprender a escribir". Me sentí sonrojar por dentro, y quizás también por fuera, al imaginar bajo mi férula a Alfredo, de pluma tan magistralmente cortada. Hubiera querido no tener que beber ese cáliz. Pero el curso se desarrolló con normalidad, y Alfredo se comportó con elegante discreción, mostrando un interés que parecía más propio de quien en realidad tuviera algo que aprender de mí. Se me arraigó, más si cabe, la idea previa sobre la diferencia entre "enterados" y verdaderos maestros. Los primeros son desdeñosos con lo que otros puedan decirles, pues consideran que quien posee el agua no debe delatar sed (de conocimientos, se entiende). Los segundos tienen curiosidad precisamente porque valoran el saber: como conocen, preguntan; dado que poseen, se interesan por poseer, quizás porque de cualquier interlocutor consiguen extraer algo interesante, y hacen suya la sentencia quijotesca de que no hay libro en el mundo tan malo que no contenga algo bueno. Alfredo pertenece, entonces me di cuenta, a esta clase de hombres.
La segunda anécdota en realidad no lo es. Remontémonos a la comida de celebración a que aludía antes tras la concesión del título de Hijo Predilecto de Villena. En ella, como es uso en tales casos, se hicieron a los postres semblanzas emotivas del homenajeado. Debieron de abrumarlo mucho porque cuando, impelido por las circunstancias, se vio forzado a hablar, la emoción no le impidió incidir en algo que parecía sinceramente sentido: ¿qué había hecho él para merecer tal distinción, venía a decirnos, pues ni había gobernado el país, ni había escrito La Celestina, ni había compuesto la Patética, ni había pintado Las señoritas de Avignon, ni había levantado el Partenón —los ejemplos concretos son míos—? Y remataba su auto condena espetándonos que él sólo había cumplido con su obligación, y que si había trabajado con amor y escrupulosamente era porque a él le gustaba hacer lo que hacía. ¡Y se quedó tan ancho, convencido de haber hecho pedazos el pedestal al que los otros queríamos auparlo! Resumo: ha hecho lo que debía, del modo que mejor ha sabido, lo ha realizado con entusiasmo, diligencia y pulcritud, y ha puesto en ello el amor por la tarea, pero... ¿acaso tiene algún mérito realizar una obra con amor si realmente se siente amor por ella?
Cuando salíamos de la comida, cada quién se refería a alguna particularidad del acto, alguna intervención, algún chascarrillo. Yo me había quedado con ese comentario que, sin pretenderlo, era el mejor retrato del personaje, y que daba cuenta de un modelo moral de vida. En tiempos de zozobras teóricas y de precariedad ética, los modelos de vida como el que en esas palabras nos resumió Alfredo resultan tan necesarios como el agua.
Extraído de la Revista Villena de 1996
No hay comentarios:
Publicar un comentario