La anciana, bajo la confortadora caricia del sol invernal, teje pacientemente con el ganchillo lo que será después una colcha, o un tapete, o vete a saber qué prenda destinada a un desconocido fin. El rostro refleja una serena atención puesta por entero en la tarea. Es uno de tantos rostros de viejos llenos de sosiego y de noble templanza que difícilmente pierden la calma, que parecen mirar de forma imperturbable mucho más allá de las pequeñeces de lo cotidiano.
Dije viejos; quise decirlo así. No me importa utilizar el vocablo y lo prefiero antes de cualquier ñoño e impreciso eufemismo que nada cambia ni aminora. Ciertas palabras sufren, en el parecer de los seres humanos, curiosas transformaciones; se desgastan, se deterioran y acaban por sustituirse por otras, casi siempre menos apropiadas y representativas, que pasarán más tarde por idéntico proceso.
Y las palabras son asépticas. Rehuir la utilización de algunas de ellas sustituyéndolas por otras, conservando sin embargo la idea que el vocablo proscrito refleja, es tarea inútil. Viejo tiene una connotación peyorativa porque un objeto que lo es ha perdido valores que poseía cuando era nuevo. Pero un ser humano es o no valioso por múltiples motivos y no por la cifra de los años que lleva en el mundo. Viejo, referido a alguien, llega a ser, en no pocos lugares, sinónimo de sabio. Y no hay exageración en ello, pues, al menos, la experiencia que se adquiere a través de una larga existencia, es un factor importante y positivo.
Sabio texto de Alfredo Rojas y magnífica fotografía del querido Miguel Flor. Extraído de la revista n.º 156 Nuestra Atalaya del Club del Pensionista de Villena de octubre de 1997.
Cedido por… José Sánchez Ferrándiz
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