La San Silvestre Villenera volvió a demostrar que no es una carrera cualquiera. Casi 7 kilómetros que mezclan fiesta, sufrimiento y orgullo local, con un protagonista indiscutible: la subida al castillo de la Atalaya.
Desde la salida, Villena respiraba ambiente navideño y deportivo. Disfraces, aplausos y ese nerviosismo previo que anuncia que, aunque sea una carrera popular, nadie regala un metro. Los primeros kilómetros transcurren rápidos, entre calles conocidas, con el cuerpo aún frío pero las piernas alegres.
Todo cambia cuando el perfil empieza a empinarse. La silueta del castillo se alza cada vez más cerca… y más alta. La subida no perdona: rampas exigentes, pulsaciones disparadas y ese diálogo interno entre aflojar o seguir empujando. Algunos caminan, otros aprietan los dientes, pero todos saben que ese esfuerzo es parte de la esencia de la prueba.
Arriba, el premio no es solo físico. El castillo observa en silencio mientras los corredores coronan la cima con una mezcla de agotamiento y satisfacción. Queda bajar, recuperar aire y dejarse llevar por la gravedad, con las piernas cargadas pero el ánimo arriba.
La llegada a meta es celebración pura. Da igual el tiempo: sonrisas, choques de manos y la sensación de haber cerrado el año como se merece. Porque la San Silvestre Villenera no se corre solo con las piernas, se corre con el corazón… y con respeto a una subida que ya es leyenda.
Fuente: Atletismo Promesas Villena

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