ATARDECER EN VILLENA
Cárdena puesta de sol.
El Cerro de San Cristóbal arde en llamas.
Una nube de algodón
se tiñe, carmín y grana,
del color del arrebol
y pródiga se desprende de un girón.
Sobre el Cabezo Redondo
se hunde la hostia carmesí
del sol hecho sangre y fuego.
Como una encendida hoguera,
el castillo, pétrea falla,
confirma su reciedumbre.
En la cumbre
De la Sierra de la Villa la luz en carcasa estalla.
Las almenas, amapolas,
se empinan en la muralla
con flamear de banderolas.
Las farolas
al acecho, se apoyan en cada esquina.
Aguardan la hora cercana
de su cita con la noche
y el crepúsculo es el broche
de la tarde que declina.
Los vidrios de una ventana
reflejan la imagen tosca
de un geranio trepador, que se enrosca
y besa y lame la herrumbre de los hierros de un balcón.
La calle del Mirador
contempla la huerta hundida en marismas de verdor.
Sobre tejados plomizos se contonea una abubilla.
El aire agita los rizos
de una moñona chiquilla
que, cantando el «gedeón»,
sus greñas sucias encrespa con un peine de cardón.
Sediento,
el Vinalopó va buscando su caudal.
Pregunta al cañaveral
y le responde el lamento
del viento
que regresa del pinar.
Le acongoja el sentimiento
por no ofrendarlo a la mar.
Un repiqueteo tranquilo
congrega a las Trinitarias.
Por los claustros se desmayan
trémulas voces monjiles ensartando las plegarias.
La campana del Asilo
las persigue con el eco.
Bajo el fleco
del agua que se derrama de la taza de una fuente,
los amorcillos añoran
arcabuzazos y salvas.
Viene envuelta en la penumbra la placeta de las Malvas.
Susurrante brisa sopla
como un lamento, responso a el ocaso que se ha muerto
con un estertor rojizo.
Y el día consuela a la copla,
exorcismo de gitana;
no llores, que si agonizo
volveré a nacer mañana.
J. Menor Valiente
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