13 dic 2023

1993 LA ERMITA DE SAN BARTOLOMÉ DE VILLENA

La ermita de San Bartolomé de Villena. 
Por RAMÓN CANDELAS ORGILÉS
Cuando salimos de Villena por la carretera que lleva a Yecla y apenas hemos cruzado sobre las vías del ferrocarril, a la izquierda nace otra que el Mapa del Instituto Geográfico y Catastral reconoce con un romántico nombre: Carretera local a Pinoso por el Puerto. Recorridos 2 kilómetros encontramos una indicación: «La Fuentecilla» y se inicia un asfaltado camino que el mismo mapa nombra como Carretera local de las Virtudes. Corre paralelo al antiguo ferrocarril de Villena a Jumilla y, a poco de entrar en él, a su vera, está la ermita de San Bartolomé.
Madoz, en su Diccionario de 1845, cita esta ermita. «Las ermitas de Santa Lucía, Santa Bárbara, San Bernabé, San José y San Bartolomé, situada a corta distancia de la población, se hallan en estado ruinoso y sin renta». Hay que pensar que «el estado ruinoso» dio con ella en tierra, pues Figueras Pacheco, a principios de este siglo, en la Geografía General, provincia de Alicante, no la relaciona. Pero aquí está, sin duda fue reconstruida.
La ermita es de tipo cajón, con tejado a dos aguas. La fachada con frontón triangular dibujado por las dos vertientes, en el vértice una espadaña vacía construida con ladrillo macizo. Para las jambas del vano de la puerta se aprovecharon sillares antiguos, tal vez de la antigua ermita, y unos poyos de obra sirven de asiento ante la ermita. Encalada en blanco, sobre la puerta una lápida ocre en letra realzada indica su titular: SAN BARTOLOME.
La ermita es sencilla y, junto al paisaje que de ella se avista, llena el espíritu. Estamos rodeados de un viñedo casi en sazón, los racimos negreando y los pámpanos que cambian el verde, por ocres rojizos y corinto. Del Oeste viene la luz, todavía cegadora, de un sol que busca la cuna de los collados Cabezo de la Virgen y El Castellar. Vamos girando los ojos y si bien al Sur, frente a la ermita, el horizonte se cierra con el montículo de El Polovar, que impide ver la Sierra de Salinas, mirar al Este nos compensará, pues la vista profundiza en una lejanía infinita. San Cristóbal y Peña Rubia son como dos guardianes del Valle de Biar donde una sucesión de bancales de vid, de almendros y de olivos, nos llevan hasta el fondo donde resalta la blancura de Biar, iluminada por el Sol, sobre el gris verde-azul de las sierras de Onil y Fontanella. El dorado e inconfundible castillo corona la ciudad componiendo un paisaje de otra época.
Si estos alicientes fueran pocos para invitar al viajero a detenerse junto a la ermita, hoy lo merece doblemente pues tiene lugar su fiesta grande. De año en año San Bartolomé recibe la visita de la Virgen de las Virtudes, «La Morenica», ¡nada menos!
Cada 5 de septiembre la Virgen se pone en camino, es trasladada desde el Santuario a la ciudad de Villena. Estos campos se llenan de villeneros y foráneos. De ellos, unos la acompañan en su sosegada andadura y otros, menos proclives al largo paseo, vienen hasta aquí para «cortarla», cortarle el camino, salirle al paso.
Dos horas antes una salva de aplausos saludaba a la Virgen recién aparecida bajo el arco renacentista de la puerta del santuario. Luego, se dejaba llevar por una marea ingente que la vitoreaba, aclamaba y piropeaba.
—¡Sáquela bien bonica!, me dice, con ojos húmedos, una mujer al ver que intentó hacer unas fotografías.
Empeño difícil, pues un enjambre de cabezas se interpone continuamente y además la Virgen pasa rápida, como si tuviera prisa, hasta que bajado el último escalón de la plaza que antecede a la ermita, reposa un corto tiempo antes de ponerse en camino.
Los romeros, pañuelo azul y ramo de hierbabuena, la van adelantando yéndose por el camino del Apeadero de las Virtudes. Cuando ya clarea la multitud, la Virgen empieza su andadura, sigue a los romeros perdiéndose entre la arboleda, envuelta en un murmullo de cantos y plegarias.
Entre los que quedan surge un revuelo, se requiere con urgencia asistencia médica, una ambulancia llega presta, pero gracias a Dios, no resulta necesaria, todo se resuelve bien. Ha sido un leve desmayo: ¡Pura emoción!
Ahora, ante la ermita, esperamos la llegada.
La romería hará una parada, la Virgen será festejada con danzas del lugar y los romeros aprovecharán el descanso para dar buena cuenta de las viandas que portan o que se pueden adquirir en un «ambulante» situado cerca. Otros llegan más preparados y de los maleteros de los coches empiezan a salir mesas, sillas, manteles incluso, y, por supuesto, típicas viandas en las que no faltan los productos espléndidos de esta tierra.
El público va tomando posiciones, algunos se suben por un collado a la espalda de la ermita, otros suben al observatorio de un pico próximo, desean «verla» cuanto antes. Se cambian saludos y cortesías, todo ello impregnado con el tono musical típico de Villena.
Odee, que bien etai ahii...
Ya ve, aquii, que «nos vea» bien.
Mientras bajo del cerro ha llegado un autobús con un Grupo de Danzas, pero adviértase que son «mozos» y «mozas» que ya rebasaron los cincuenta y... algunos más. Pero si la juventud se midiera por el entusiasmo, no habría gente más lozana.
Ellas, con falda a cuadros de suaves tonos dorados, delantalito de encaje negro, camisa blanca con gorguera, mantoncillo de color arena —bordado y lentejuelas en oro—, medias caladas blancas y zapato negro con tacón cubano y correa al empeine. Los hombres, con calzón negro a media pierna y chaleco del mismo color, faja roja, camisa blanca con adornos, también medias caladas y alpargatas de cintas negras trenzadas a la pierna.
Hace rato que empezaron a llegar los primeros romeros, ahora la afluencia es más densa. Andando contracorriente, me adentro por el camino. A veces pasa un romero en solitario, abstraído, ensimismado; pero la mayoría son andarines en pequeñas tertulias que van desgranando un rosario de conversaciones: pequeñas cuitas, problemas caseros, recetas de cocina, opiniones políticas, sucesos festeros... Sí, porque existe una dicotomía extraña, dos actos importantes a la misma hora: la Romería y la Entrada y ello da mucho para hablar.
Ahora, ya próxima la llegada de la Virgen, la afluencia es masiva y la tranquilidad se va cambiando en bullicio, la multitud es polimorfa, de todas las edades, de ambos sexos, de variopinta vestimenta. Alguno pocos lucen el traje festero. Los recién llegados se van derramando por el entorno; algunos buscan los corros de familiares y amigos ya asentados; hay un intercambio de llamadas y saludos.
A poco, el airecillo de poniente trae los ecos de la letanía que acompaña a la imagen y de pronto surge un murmullo de expectación: la Virgen ha aparecido en el recodo del camino. En pocos instantes está con nosotros. Salta a los aires una explosión de vivas y aplausos, acompañados por los salones de una campana que, situada en tierra en un extraño aparejo, gira vertiginosa. Contra el sol rasante de poniente destaca su figura. La Virgen parece más esbelta al ceñir su manto el cíngulo viajero y, situada ante el espectador, oculta el sol cuyos rayos forman una aureola en su entorno y arrancan brillos de oro de la corona que ciñe sus sienes.
En tanto que la Virgen reposa y entabla un imaginado coloquio con el Apóstol, los caminantes yantan y el grupo folklórico templa las bandurrias y laúdes. Pronto surgen los compases de un minué y los danzantes comienzan a entrelazar los pasos parsimoniosos de un baile dieciochesco.
Es hora de marcharme, lamentando no poder asistir a la etapa final. Una vez en el coche y enfilada la carretera de Villena, un autoestopista de avanzada edad me pide ayuda. Sube y se deshace en excusas y, en descargo de su figurado atrevimiento, en cinco minutos desgrana la película de su vida.
— Mire, cuenta, soy romero de toda la vida. De niño con mi padre, de joven con los amigos, con la novia. Más de cincuenta años con la mujer. Desde hace tres solo, porque faltó ella. He trabajado como panadero más de 60 años, yo hacía el pan y mi mujer lo vendía. Los hijos prefieren el Desfile, yo he querido venir a recibirla, pero estoy cansado, ¿me perdona?
Cuando fatigado de su propio hablar, hace un respiro, entra por la ventanilla, en andas del aire embalsamado de la huerta, la alegre música de la fiesta reflejada en la parábola histórica del castillo de La Atalaya.
Mientras el día muere, la Virgen llega.
Extraído de la Revista Villena 1993

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