10 nov 2023

1979 UN CREPÚSCULO ASOMBROSAMENTE ROJO

UN CREPÚSCULO ASOMBROSAMENTE ROJO
Enantes nos prendía la magia de la mínica de los colores; charrábamos ante un chato en la tasca o en la calle; jugábamos a la estornija y hasta podíamos disfrutar de la Banda en noches cálidas y plácidas de verano.
Ahora uno empieza por prendarse, después se sorprende y al fin queda prendido ante la cretina pantalla; se grita ante un gin-tonic en el pub; se juega al último imported, y se disfruta con los últimos éxitos del sound-discotheque.
El Progreso ha llegado a Villena siguiendo una línea evolutiva ascendente, desde el pijorra al passa-contigo-tío, y desde el kataki-la-bajoka al jobar-macho.
Es la civilización.
Aunque yo creo que las causas de esta Necedad Colectiva hay que buscarlas en las Multinacionales. O quizás en los Sicilianos. O más bien en los preclaros y solemnes prohombres que han hecho del pueblo un genuino engendro entre manchego y playero.
Enantes el Ayuntamiento era de otros; ahora el Ayuntamiento es de todos.
Veamos si —entre todos— logramos rescatar nuestro peculiar modo de ser cultural, porque se corre el gravísimo riesgo de que se diluya en los moldes uniformes de lo híbrido, mediocre y ambiguo; de que desaparezca a fuerza de olvidar los puntos referenciales de nuestra identidad.
A modo de testimonio de algo tan nuestro y tan poco sabido entre las nuevas generaciones, he escrito este relato sobre la MINA DE LOS COLORES.
Vicente Valero Costa París -Mayo 79.
Autor... VICENTE VALERO COSTA
Ilustración... VICENTE RODES PEREZ
Extraído de la Revista Villena de 1979
UN CREPÚSCULO ASOMBROSAMENTE ROJO
EL alba se desperezaba al sesgo de los haces luminosos, que burlando las rendijas de la persiana se prendían en las sábanas, como rodales de la clara y limpia mañana de domingo.
Agustín Cifuentes restregó sus ojos y esforzándose un guiño comprobó la hora. Palpó a su mujer y apenas musitando una vieja canción, se echó de la cama trabajosamente, con esa sensación pesada y fresca de las madrugadas. Se vistió en la penumbra. Abrió la portezuela del corral y la húmeda claridad le subió por las pantorrillas. Sintió en lo hondo esa hora temprana de domingo como un aplauso de bienvenida, como la fugaz noticia que cauteriza los entresijos de la pena, como la sonrisa que acaba por estallar en carcajadas. Sonrió.
Frente al pequeño espejo salpicado de cal, compuso las muecas de su boca sin dientes y observó un extraño destello en sus ojos atornilladlos. Se palmeó el pescuezo y la cara con el agua de la zafa. Orinó. Comprobó los gazapos recién paridos y ordeñó la cabra. Restregó sus manos en la frondosa mata de alábega. Percibió el olor de los jazmines. A mediodía el corral olerá a sol viscoso y a tábano —pensó—y bebió al gallete un trago de agua helada.
Por más que todos estos menesteres eran habituales, aquella mañana los ejecutaba con especial mesura, con un interés transcendente, como forzando una complicidad entre sus gestos y la idea que le oreaba en la cabeza desde hacía días. Y es que el secreto que venía guardando durante años sin confiarlo siguiera a su mujer, se iba a convertir a partir de ese domingo en un negocio útil y hermoso para aliviar y aún alegrar el carcomido y tronchado tronco de su vejez. A menudo nos retuerce la impresión de estar de hospedaje en nuestra propia vida, pagando de limosna un rincón ya usado, estrecho y ajeno a nosotros y Agustín Cifuentes como inquilino de un puñado de años amasados en el hastío de la pobreza, no tenía otra alternativa que aprovechar la oportunidad. Por otra parte. de un emparrado. un bancal de rebanizas y unos cuantos animales, no se podía ni tan siquiera morir con decencia.
El denso remanso junto a los geranios se fue deshilachando poco a poco, al compás del lento, interminable y grotesco bostezo que preguntaba la hora desde la alcoba. Agustín Cifuentes no hizo caso. Se apretó las abarcas. Cortó un grueso trozo de tocino y lo echó con una hogaza en el serón. Se ciñó la faca de monte, cruzó el zaguán y salió a la calle musitando apenas una vieja canción.
DOÑA Juana de Espina de Romania no pudo contener el gemido por donde afluían el rencor, el susto y el asombro. Cerró los ojos. Por vez primera desde que le sorprendiera la edad núbil —hacía ahora tres años— cerró los ojos en el lecho. Y al principio fue un tímido roce apenas con los dedos, después acarició, y después abrazó crispada, y después fue un suspiro, y más tarde el vértigo con el ansia en los labios y la garganta seca, jadeante, estremeciéndose bajo el cuerpo musculoso que le abrasaba las entrañas, dulce y rítmico, fibroso y liviano, hasta turbarle el sentido.
Amanecía. La silueta del castillo se proyectaba majestuosa sobre el pueblo dormido en la placidez de aquel domingo del año 1350. Los perros ladraron en el patio de armas. Don Fernando Manuel, tercer Señor de Villena, hijo de Don Juan 'Manuel y de su tercera esposa Doña Blanca de la Cerda y de Lara, sonrió feliz y besó una vez más a su esposa, jurándole cumplir esa misma mañana, la promesa que indefectiblemente le hiciera todos los días desde sus desposorios, para que ella le otorgase su favor. Ahora, D.' Juana le apremiaba, para que corriese sin demora en busca de esos mágicos regalos, como obsequio de su amor entregado. Don Fernando bajó del lecho y besó las manos aún temblorosas de su señora. Bien pronto —dijo— los tendréis a vuestro lado, aunque el universo entero quede sumido en una eterna confusión. Se vistió y envainando su espada, contempló el yelmo. Dieciocho años tengo y todavía no he podido demostrar mi valor. Hace tan sólo dos que murió mi padre y señor Don Juan a quien Dios perdone. Siempre me tuvo confinado en este castillo, sin permitirme acompañarle a la Corte ni a ninguno de sus estados. Toda mi juventud ha sido alegrada únicamente por el prodigio que descubrí y cuya existencia sólo yo conozco. Aunque desde hoy deberé compartirlo con D.ª Juana, robándoles a la naturaleza y mi ilusión el derecho a su posesión absoluta.
El sol era un globo rojo a punto de rodar por la montaña. Don Fernando descendió por la torre hasta los pies de la muralla. Acarició a su mastín preferido y con paso presto salió de la fortaleza. Cuando hubo llegado a un sombrío escalonamiento a espaldas del castillo, respiró profundo antes de retirar las dos rocas que abrían el misterioso pasadizo. Sobre la vega flotaba la brisa mañanera.
UN blando y asfixiante nudo le atenazó la garganta al aproximarse a la caldera de aceite hirviendo, donde chisporroteaba la masa de buñuelos y churros. Entró al café.
—Buenos días, Agustín. En seguida le preparo el carajillo.
Lo bebía siempre a pequeños sorbos y siempre le invadía el mismo incómodo regusto al paladear el poso ya frío.
Lo que quisiera saber es lo que hace Vd. en la montaña, con lo bien que se está a estas horas en la cama.
—Aire puro, hijo, aire puro.
Ya sabe abuelo lo que son las habladurías, pero he oído decir que se pasa las horas muertas en la mina de los colores.
Bueno, sí. No hagas caso. Son manías de viejo.
El bronce de la iglesia apresuraba los sigilosos pasos de los feligreses, apelmazados entre el estrepitoso y rasante vuelo de cientos de golondrinas.
Agustín Cifuentes iba dejando atrás el pueblo como si saliese de una quebrada de su vida, más ilusionado por el azar futuro que por haber sobrevivido al angosto tramo anterior. Dejó atrás las viñas y el terraplén. Surgió imponente la sierra. Se sentó para reponer fuerzas recostándose en uno de los muros del convento derruido durante la guerra civil. Las cosas tienen memoria, pensó, y más fiel que la nuestra. Tantos años como han pasado y aquí están todavía estas piedras, como un testimonio superior al de cualquier libro. Y los seres como yo somos como las cosas, que aunque ni siquiera nos sirva de consuelo, sólo nos queda la memoria sobre escombros de historia o de huesos.
Caminaba ahora animoso, sorteando las formaciones y las bolsas de procesionaria. Al salir de la pinada, el sol se agarró a sus sienes, mientras que el acero bruñido de la sierra comenzaba a pesarle en sus talones.
DE tramo en tramo, don Fernando Manuel posaba sus manos contra el muro y se frotaba la cara, sintiendo el frescor vigorizante de aquellas filtraciones, mientras descansaba en los vanos estratégicos del empinado y sinuoso corredor.
Recuerdo la primera vez que te vi. Salimos recibirte al linde del atardecer plomizo que empezaba a desgarrarse en antorchas, gallardetes, romances y bienvenidas de un pueblo que se aprestaba a celebrar nuestra boda. Nevaba mansamente. Te descubrí frágil entre la comitiva: de hablar tierno, obedeciendo con mansedumbre los dictados de tu padre Don Ramón Berenguer; de mirada enigmática en tu sonrisa de niña, analizándome tímida y sin sorpresa; de maneras menudas y tibias, saludando al clamor de un pueblo entusiasmado; de manos complacientes y distantes, aceptando el anillo en la ceremonia y los regalos en el banquete; de corazón mudo y evasivo cuando por fin en la madrugada te estreché. Recuerdo que fingiste cansancio por una jornada fría y repleta de emociones, entre la nostalgia de tus tierras y el desarraigo de mis caricias. Fue entonces cuando advertí tu hechizo de dormir profundamente con los ojos abiertos para velar tu virginidad. Y desde aquella noche fui labrando mi desesperanza, convirtiéndome en el propio espectro de mi desdicha, con una vigilante y perpetua promesa a los pies de tu lecho. Así, de esa manera, conseguiste desvelar mi hermético secreto, y desde aquella confidencia fuimos cómplices por el antojo de tu capricho y por mi pasión insatisfecha. Hoy, por fin, te imagino feliz entre tus bordados, anhelando mi regreso y disponiendo el cofre para guardar los preciosos tesoros que ambicionas.
Algo rozó levemente su frente y un escalofrío removió sus vísceras, como siempre le ocurría en el pasadizo recorrido por él cientos de veces. Cuando niño se lo había mostrado el alcaide de la fortaleza, Don Sancho Pérez de Cadahalso. Comunicaba con la llamada mina de los colores, que dista del castillo media legua aproximadamente, y aunque era su distracción preferida hasta haberlo soñado paso a paso, como una madriguera infinita, experimentaba siempre una mezcla de exaltación y de terror, como si aquellos lúgubres muros fuesen una capa más de su piel, o como si su cuerpo estuviese entramado entre sus húmedas sombras.
LA verdad es que la primera vez creí que sufría alucinaciones. Pensé, los achaques de la vejez Agustín. Había subido por distraerme. Bueno, también para comprobar la fortaleza de mis piernas. El caso es que la mina de los colores está abandonada, pero cuando llegué, sentí un impulso y no pude resistir la tentación de inspeccionarla. Nunca había estado dentro de la mina, y no obstante, tenía la extraña impresión de haberla visitado muchas veces porque hasta el olor me era familiar. Mecánicamente, un instinto irreprimible me arrastró hasta un recoveco de donde surge un pasadizo. Allí, en aquel recoveco vi todos los colores que imaginarse puedan. Me aproximé. Primero me invadió la perplejidad y después fue el asombro. Estaba maravillado y cegado por un hiriente resplandor. En un hoyo como el cuenco de una mano, estaba el origen de todos los colores del Universo: brotaban como finísimos filamentos multicolores, que se iban convirtiendo a escasos centímetros del suelo en escamas móviles. Millones y millones de diminutas partículas crepitando incesantemente en un susurro vaporoso. A metro y medio del suelo, las escamas parecían desprenderse, ascendían vertiginosamente, perdían sus dimensiones y salían de la mina. El engranaje de mi cerebro se paralizó y el corazón me saltaba del pecho. Aturdido, abandoné aquel lugar, jurándome no relatar a nadie lo que acababa de ver. Y desde entonces a menudo frecuento la mina, contemplando durante horas y horas el inefable yacimiento.
DON Fernando Manuel esquivaba con dificultad los afilados salientes que erizaban el estrecho corredor. En su memoria estaba, tan lejano como íntimo, el momento en que descubrió en un peligroso recodo al final del pasadizo, el rincón donde tienen su nacimiento los colores del mundo. Por entonces tenía doce años, y al principio creyó que se trataba de un espejismo provocado por la oscuridad. Después lo imaginó un caleidoscopio gigante y transparente, abandonado allí en la precipitada huida de un moro ingenioso. Hasta que, sorprendido, logró percatarse de la verdadera identidad de su hallazgo, a fuer de un elemental, simple y mágico malabarismo: colocando sus manos sobre la gama de escamas azules el cielo se tornaba mohíno; cuando lo hacía sobre las marrones, su jubón palidecía; sobre las gualdas y oros, el sol se arrugaba hasta desaparecer. De esta manera pudo descubrir, que eran sus manos sobre las distintas gamas de partículas polícromas, las que impedían el ascenso de la pigmentación correspondiente.
Durante todos los años que siguieron a su hallazgo, había ido experimentando las metamorfosis cromáticas de la naturaleza y de numerosos objetos, exprimiendo su ingenio y disfrutando de todos los artificios posibles de aquel prodigio. En otras ocasiones, desde las almenas del castillo, se entretenía viendo brotar el arco iris desde la mina, cuando cesaba la lluvia que había anegado el yacimiento, hinchando como globos las escamas polícromas.
Cuánto empeño en guardar celosamente silencio, para que nadie turbase sus juegos o limitase su omnímodo poder sobre algo exclusivamente suyo; cuántas excusas y respuestas huidizas y castigos. Por otra parte, ahora, cuántos ensueños e ilusiones y fantasías iba a recibir D.ª Juana a trueque del amor satisfecho en esa misma mañana.
Persistentemente, los goterones se estrellaban contra el suelo del corredor con una percusión lóbrega y acompasada. Debía apresurarse. Le quedaba el tramo más difícil y quería estar pronto de regreso.
LA sierra se empeñaba en prolongar el tortuoso y árido camino, como si cada trecho fuese recorrido con obstinada repetición. Agustín Cifuentes, empapado en sudor, respiraba con dificultad. sin poder musitar siquiera la vieja canción que tanto le animaba.
En realidad no robo a nadie y ya va siendo hora que cambie mi fortuna. Arrancaré solamente cuatro colores. Después si el negocio marcha bien, es posible que suba a por otros tantos. En cuanto baje los siembro en una cueva y al cabo de un mes los trasplanto a los tiestos para venderlos en el mercado. Espero tener éxito porque las flores ya están muy vistas y el personal querrá presumir con macetas de colores, teniendo en cuenta además, el atractivo de que cada uno tiene un sabor distinto. Una tarde, poco después de mi descubrimiento, me dediqué a la degustación de un buen número de escamas. Por ejemplo, el color violeta-pálido sabe amargo y tiene el gusto del odio; el blanco-puro es insípido y se disuelve al instante; el verde-trébol es ácido y sabe a envidia; el rojo-sandía sabe a generosidad y es muy jugoso; el amarillo-miel, a fatiga; el bermellón es masticable y deja a uno muy a gusto, como una carcajada; el azul-celeste sabe a queso tierno, mientras que el gris-oscuro tiene el sabor de una despedida Una amplísima variedad de sabores rarísimos que no quiero ni recordar, porque tardé en reponerme del empacho más de una semana. Hoy no probaré ninguno. Con mucho cuidado cortaré los cuatro colores que tengo pensados, los amarraré en el pañuelo, los meteré en el serón y me volveré a casa.
ES cierto que se me pudo ocurrir cualquier otra promesa, pero ninguna hubiera ilusionado tanto a D.ª Juana como ésta. Lo he intentado todo durante dos años sin conseguir el fruto deseado, hasta esta madrugada en que por fin la curiosidad venció a sus sentimientos. Debo cumplir mi palabra llevando todos los colores para no defraudarla. Pero, qué triste ha de ser un mundo incoloro, sin poder diferenciar la noche del día, ni la montaña del cielo; sin que podamos distinguir el río del páramo, el relámpago de la nube, la lluvia de las semillas, o las piedras del pan. Todo, todos los objetos, toda la naturaleza con la misma tonalidad incolora, sin matices diferenciadores. Sólo la sustancia y la forma y el tiempo nos ayudarán a comprender el nombre de los animales y de las cosas. Aunque en los últimos meses, he ido rellenando el cofre de la alcoba con piedras, tierra y aún agua de las proximidades del yacimiento y es muy probable que agarren los colores. En ese caso, la tristeza sólo duraría unas horas lánguidas hasta que las escamas volviesen a brotar desde el castillo. Es un riesgo que debo correr. Ahora, serenidad. Tan sólo me quedan unos metros para llegar al recodo, y necesito tener el pulso firme para arrancar de un cuajo todos los colores.
EL sol, perpendicular, era el implacable Juez de la respiración pedregosa de Agustín Cifuentes al borde de la boca de la mina.
Abajo, el pueblo, mudo, retorciéndose entre el castillo y el cinturón agobiante de la vía férrea, soportaba impotente el calor a borbotones de aquel mediodía. Apenas si algún coche se deslizaba vertiginosamente en el asfalto, en un intento inútil y desesperado por cobijarse en su propia sombra.
El silencio era espeso y solemne. Agustín Cifuentes descendió laboriosamente a la mina, midiendo milímetro a milímetro la distancia que le separaba del hoyo de su fortuna. Con cautela, manteniendo tensa su encorvada flacura, re-corrió la corta galería.
Los filamentos y las escamas brillaban con una radiante intensidad, desprendiendo un fulgor más cegador que en anteriores ocasiones. Se arrodilló ¡unto al rincón y como siempre sintió en su estómago un cosquilleo de temor y de gusto que le iba y le venía hasta empalagar su boca pastosa. Con exaltado nerviosismo acercó el cuchillo a su mano que rebuscaba un brote interior. Tenía ya apresado el primer filamento, el rosa-begonia. Iba a dar el tajo, cuando, sombríamente, sintió en sus nudillos el contacto frío y correoso de unos dedos ágiles que se paralizaron bruscamente.
PUSIERONSE en pie. Entre sus ojos flotó patética y fugaz la eternidad del instante en una mirada torva y comprensiva. La dimensión tiempo, como su-cesión irreversible e irrepetible, les había burlado su presencia. Coincidían el lugar y las circunstancias y hasta las dificultades y ambiciones eran semejantes. Pero el tiempo había desaparecido, fugándose de su ineludible y obligatorio compromiso.
Agustín Cifuentes y Don Fernando Manuel, con un paréntesis de 600 años, descubrieron con pánico y estupor que eran la misma persona. Comprendieron en ese instante infinito, el hondo arraigo a aquel lugar y la dolorosa diferencia de su doble encarnación. Vieron confundidos en la ausencia del tiempo, los abiertos ojos en el suelo de D.ª Juana, las humillaciones de la pobreza, la torpe y urgente pasión del primer amor, los tiestos brillantes en los mercados, el linaje de los Manueles asegurado por un vástago, el dinero y el poder notarial otorgando la propiedad sobre los colores del Universo. En ese instante secular, a través del rumor de las partículas polícromas y con la sincronía de unos latidos acelerados, pudieron sentir cómo un idéntico ademán instintivo, rajaba las ilusiones, la esperanza y la vida.
La espada y la faca de monte atravesaron la tupida cortina de escamas y dos regueros viscosos de sangre, tintando ceremoniosamente el yacimiento, fueron silenciando para siempre, el secreto de aquella doble personalidad y la historia secreta del nacimiento de los colores.
REALMENTE aquel crepúsculo de 1950 extrañó. E incluso los más viejos, atónitos, no supieron dar explicación, porque el sol y el cielo y el castillo y los tejados y hasta el cerco de la luna, tuvieron en aquel atardecer de 1350, un color asombrosamente rojo

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