6 abr 2022

1985 LA CORREDERA

LA CORREDERA
La primera casa era el bar del «tío Pere el Cafetero»; de él refieren los cronicones ciudadanos viejas historias de desafíos y desplantes, de chulos de navaja y aún de pistola que venían de lucir el tipo ante las izas, rabizas y colipoterras de la cercana calle del Reloj. El bar es hoy una oficina de ahorro; allí, ante las ventanas de discretas cortinas que protegen el secreto bancario, puede verse hoy, de vez en cuando, a dos o tres gitanos, con mirada más triste que torva, que ensayan el gesto de perdonavidas mientras llega la ocasión de llevarse al hombro unas banastas de fruta con cuyo transporte ganar unos duros.
Enfrente, donde hubo unas pescaderías en cuyo amplio mostrador de granito se aplastaban los pulpos o mostraban el rosado corte enormes trozos de atún, hay ahora unos comercios despersonalizados. Encima de ellos, también al otro lado de la calle, se alzan enormes y abrumadores edificios oscuros, con angostas ventanas, insolentes moles que parecen amenazar con sólo su voluminosa presencia. Barrió también el tiempo la tienda de «La Negrita», el viejo portón de la «Casa de la Cadena» con hondo zaguán de losas de simón, la barbería de ancha puerta acristalada. Frente a ella, junto a la farmacia, tuvo el estudio Luisico «el Retratista», pintor más que discreto, al que recuerdo viejo, encorvado, tocado con minúscula boina, las gafas resbalando hasta la punta de la nariz y unos ojos inquisidores llenos de vida.
Y el quiosco de los churros, ingenua construcción, con el fastigio de una cándida paloma; hoy funcional y aséptico, al que rodean unos recientes bancos amazacotados y fríos, de inhóspito cemento, que en vez de invitar amablemente a sentarse, parecen repeler y presagiar incomodidades al asendereado paseante. Y comercios, comercios a uno y otro lado que ofrecen zapatos, aparatos de radio de diferentes formas y tamaños, y mil artilugios para todo, con un cable hecho un ovillo donde cuelga a un extremo la clavija que hará el milagro del movimiento y la función.
A un lado, siguiendo dóciles la pauta de la línea blanca que ordena y delimita, se alinean inmóviles los coches; entre ellos, una mujer con cartera al hombro, vestida de azul, que en vez de camisita y canesú lleva chaqueta de uniforme y una absurda gorra de plato que no puede impedir a los traviesos cabellos escapar de ella, fisga en el interior de los coches y va extendiendo, dale que te pego al boli, papelitos que sujeta al limpiaparabrisas. Por la acera, piernas varicosas, trasero incomprensible, una sudorosa mujer arrastra el carrito de la compra con una bolsa repleta, de la que sobresalen unas rebeldes acelgas que se bambolean desmayadamente, agostadas las hojas por el sol de julio.
Una cadena de indiferentes automóviles, atentos sólo a no topar con el que les precede, avanza despacio. En el «Villenense», núcleo de la Corredera, corazón de la calle central de la ciudad, unos sillones de mimbre aguardan la caída de la tarde para recibir los habituales ocupantes. El «Villenense» perdió su majestuosidad cuando en mala hora le quitaron la marquesina; trono erigido sobre columnas de hierro que proporcionaba distante y desdeñosa altura a los que a él ascendían, y prestaba a los que se aposentaban debajo de su sombra una sensación de propiedad de la espaciosa acera, transitada casi temerosamente por el transeúnte ocasional.
Las «cuatro esquinas» es el eje, la confluencia que marca fronteras, divide y fija nuevos rumbos. Punto crucial que está a doscientos metros del campo, sin embargo, y a menos aún del ombligo ciudadano, tranquilo y sosegado, que es la plaza de Santiago. Una chica guapa, consciente de que la miran, avanza taconeando, con fingida indiferencia, la boca desdeñosa, hierático el gesto. Poco más allá, el ciego del quiosco permanece extrañamente inmóvil, el oído vigilante y alerta. Unos chiquillos pegan la nariz a los cristales del escaparate de la confitería; unos viejos charlan, desmayadamente, las manos a la espalda, con gesto y actitud cansados.
Las mujeres que vienen del mercado caminan presurosas; en las vitrinas de un lujoso comercio, un maniquí de sofisticada actitud, boca fruncida y brazo suspendido en el aire a cuyo final se separan los dedos displicentemente, luce un vestido con hojas estampadas de un verde luminoso, sobre el que unas diminutas flores rosadas forman un delicado festón. Alguna mujer se detiene un momento ante el maniquí de gesto afectado y prosigue después su camino.
En la parte opuesta, junto a una esquina por donde se precipita hacia la Corredera la estrecha calle del Párroco Azorín, se alza una deliciosa e ingenua fachada de tres plantas; en sus bajos compraba hace mil años el niño que yo fui, los borradores «Polo» y las libretas de cinco céntimos; aquel niño cuyas dudas rememoro hoy con una mezcla de conmiseración y ternura, con la nostalgia, a la vez, de lo irrepetible. Y más comercios, el Dios moderno a cuyo alrededor todo gravita. Delante de ellos, los árboles son la orla que viste a la Corredera, como el festón de las flores adorna el vestido del maniquí. Unos árboles menudos, de copa achaparrada y canija, ridículo trasunto de aquellos de mi infancia, altos y frondosos, cuyos madroños sirvieron para mis juegos. Falta el balcón que se abría a ras del suelo, a través del que se veía en verano la centralilla de teléfonos, con sus parpadeantes luces haciendo guiños a las operadoras. Por aquella acera, y no por otra, se paseaba, indefectiblemente, al acabar el cine los domingos; o los jueves «de moda» al que acudían las mujeres con «invitación». O la recorríamos también alguna pandilla de muchachos, a la hora del conticinio, resistiéndonos a ir a dormir, gustando el goce indefinible de sentirnos jóvenes y pujantes.
Poco más allá se alza, perpendicular a la Corredera, junto al fingido túnel de boca semicircular, el telón de fondo de un edificio decimonónico, con unos balcones de orlado dintel, regulares y angostas ventanas en el piso superior, rematado en el centro por un tímido escudo. Más acá, ya casi en la esquina, se apagan y se encienden, con fría e indiferente regularidad, las luces de los semáforos. Conductores, viandantes, dócilmente sumisos a estos actuales reflejos condicionados, se detienen o esperan pacientemente según sea el color de la luz que tienen frente a ellos. Brilla el sol; la mañana está ya cerca de su plenitud. Ni la más leve brisa mueve las hojas verdes, de un verde luminoso, de los árboles. El brillo del sol hace palidecer el azul del cielo; parece que el color se afina y adelgaza, se diluye en la luz.
ALFREDO ROJAS
Extraído de la Revista Villena de 1985

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