1952 IMPRESIONES DE UN FORASTERO
Por Manuel González Santana
Soy forastero, pero no del todo; soy levantino. Llegué a Villena hace aproximadamente un año. El tren se detuvo en la estación en una hermosa tarde de verano Ante el recuadro de la ventanilla se recortaban los jardines inmediatos como peona del pueblo, que culminaba en un hermoso castillo, y, como telón de fondo, un trozo de cielo azul añil y un monte de calidades plateadas, reverberante de luz.
Aquella preciosa estampa era Villena. Había que ahondar en su alma. Hice mis primeros amistades, que habían de ser definitivas y tanto me ayudarían para la comprensión total de esta ciudad límite, encrucijada y paso, quizá obligado, de todas las inmigraciones que volcaron en nuestro país el fermento de las más altas civilizaciones, y que, absorbidas por un tipo racial de una fuerza inigualada, tenían que dar por resultado al hombre español: algo muy serio y muy importante.
Con Pepe Menor, villenero de honda sensibilidad y clara cabeza, he recorrido todo Villena, desde la Losilla hasta La Celada y desde los caminos de San Juan y San Bartolomé hasta la cúspide del Castillo. He visto ponerse el sol desde sus almenas y jamás he gozado de espectáculo más sutil, delicado y emotivo. Los perfiles del pueblo sobre la cuadrícula de las huertas y, en todo el confín lejano, los montes más finos en sucesión de matices hasta la máxima sutileza.
He entrado en las encaladas cuevas de las cruces, con sus paredes adornadas con pomos de membrillos. He oído sonar, en las naves magníficas de Santiago y Santa María, la dulce campanilla en el solemne momento de alzar a Dios, y la voz, henchida de resonancias, del misionero.
Por Manuel González Santana
Soy forastero, pero no del todo; soy levantino. Llegué a Villena hace aproximadamente un año. El tren se detuvo en la estación en una hermosa tarde de verano Ante el recuadro de la ventanilla se recortaban los jardines inmediatos como peona del pueblo, que culminaba en un hermoso castillo, y, como telón de fondo, un trozo de cielo azul añil y un monte de calidades plateadas, reverberante de luz.
Aquella preciosa estampa era Villena. Había que ahondar en su alma. Hice mis primeros amistades, que habían de ser definitivas y tanto me ayudarían para la comprensión total de esta ciudad límite, encrucijada y paso, quizá obligado, de todas las inmigraciones que volcaron en nuestro país el fermento de las más altas civilizaciones, y que, absorbidas por un tipo racial de una fuerza inigualada, tenían que dar por resultado al hombre español: algo muy serio y muy importante.
Con Pepe Menor, villenero de honda sensibilidad y clara cabeza, he recorrido todo Villena, desde la Losilla hasta La Celada y desde los caminos de San Juan y San Bartolomé hasta la cúspide del Castillo. He visto ponerse el sol desde sus almenas y jamás he gozado de espectáculo más sutil, delicado y emotivo. Los perfiles del pueblo sobre la cuadrícula de las huertas y, en todo el confín lejano, los montes más finos en sucesión de matices hasta la máxima sutileza.
He entrado en las encaladas cuevas de las cruces, con sus paredes adornadas con pomos de membrillos. He oído sonar, en las naves magníficas de Santiago y Santa María, la dulce campanilla en el solemne momento de alzar a Dios, y la voz, henchida de resonancias, del misionero.
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He visto Ias pinturas de Luis García Ferriz, magníficas de calidad y de lo más brillante de su tiempo. Hombre modesto que, por circunstancias lamentables para el arta, no ha dado a sus posibilidades el formidable alcance que pudieron tener.
He jugado, en rueda, al truque, mientras alguien, en constante ronda sin pausa, nos servía vino en pequeñas dosis, durando el servicio lo que la partida.
He vivido el momento culminante de la llegada de la Virgen en las fiestas septembrinas. Se me han nublado los ojos al oír el clamor de todo el pueblo ante su Santa Patrona, unido al atronar de cientos de arcabuces. En ese momento reviví el amor de mi pueblo por su Santísima Faz.
Y para que mi conocimiento de este hermoso Villena, tan apasionado, tan vehemente y tan entregado en todas sus facetas espirituales, fuese total, he conocido a Pepe Soler.
Cuando Villena se dé cabal cuenta de lo que este hombre está haciendo por su pueblo en una hermosa y serena entrega total, todo su agradecimiento será escaso. Lo único importante de la vida es dejar surco, y Pepe lo dejará y muy hondo. Soler es uno de los primeros arqueólogos de nuestro tiempo. Sereno y a la vez agudo; fulmíneo al asociar la idea con la acción; consecuente y tenaz sin dejar paso al desmayo, artista al fin, está descubriendo un Villena hasta ahora desconocido en el campo de la Arqueología y de la Historia. Está escribiendo una de las más hermosas páginas del amor de un hombre a su pueblo.
Creo no haber perdido mi tiempo en lo que a conocer esta noble Ciudad se refiere. Aun tengo mucho camino que recorrer; pues no hay duda de que existen facetas e individuos tan o más interesantes que las citadas y aludidas. Pero esto es cuestión de tiempo y de caminar, como hasta ahora, con la sensibilidad alerta tras lo que es fundamental: el intelecto, la moral y la belleza de este magnífico pueblo.
Dejo a otras plumas el ahondar en sus riquezas materiales. Lo importante para mí era descubrir su espíritu y creo haber hecho algún progreso en ese camino.
Revista Villena 1952
Cedida por... Elia Estevan
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