9 mar 2023

1990 VÍRGENES NEGRAS

VÍRGENES NEGRAS
NOTA: En el número 125 de la revista INTEGRAL, aparece el artículo que abajo hemos resumido ampliamente. Nos ha llamado poderosamente la atención la singularidad del contenido, y nos ha parecido conveniente que cualquier lector que se aproxime a él, pueda disfrutar de su lectura; así como proporcionar a los estudiosos en el tema «mariano», más datos que puedan ser útiles para sus notas.
Gracias
La misteriosa aparición de las vírgenes negras en la Europa medieval representó un renacimiento del antiguo culto a la Madre Tierra. Su color negro aludía a la noche y al planeta Tierra. Su emplazamiento señalaba lugares donde las fuerzas telúricas eran objeto de culto desde tiempos precristianos. Y el misterio que las envolvía era reflejo de unos saberes ignorados o perseguidos que se resistían a quedar ahogados por —la verdad— que la Iglesia quería imponer. Así lo muestra Juan G. Atienza en el siguiente artículo.
Fue como el despertar de un letargo milenario. De pronto, en lo alto de los montes, en el fondo de las cuevas, en los troncos huecos de los árboles, junto a las fuentes, en lo más umbrío de los bosques y en medio de los campos, comenzaron a brotar imágenes insólitas de la Virgen María, a quien todos —pueblo, clérigo y poetas— comenzaron a llamar Nuestra Señora. Las tradiciones difundieron que muchas de aquellas imágenes fueron enterradas siglos atrás, para ocultarlas a la rapiña de los moros; que varias habían sido esculpidas por el cincel de San Lucas, un evangelista de quien nadie conoció hasta entonces habilidades artísticas; que buena parte de ellas fueron descubiertas prodigiosamente por reses escapadas a la vigilancia de sus pastores, o gracias a luces y músicas celestiales, que señalaron el lugar donde habían sido escondidas.
Pero en medio de aquella súbita revolución mariana, concurría un factor aún más extraño: las imágenes que inspiraban más devoción, las que acumularon más fama de milagreras, las que congregaron mayor número de unos fieles que llegaban a peregrinar durante meses enteros para acudir a sus santuarios a impetrar sus favores, tenían, en franco contraste con la tradición cristiana, las manos y el rostro pintados de negro; del mismo modo que era negro el Niño que sostenían en su regazo.
La Europa cristiana había vivido diez siglos en los que la autoridad de la Iglesia dictaba sin discusión el comportamiento de una feligresía sumisa, sin el menor contacto con cualquier forma de vida ajena al poder omnímodo de Roma.
El ansia de dominio de Roma, oculta tras la idea mesiánica de reconquistar los Santos Lugares en poder de los infieles, convocó multitudes hacia el Oriente mediterráneo, atraídas por la bula de la Cruzada. Allí acudieron los nobles feudales y hasta los reyes, para dar testimonio de su sumisión al Papa y a la autoridad de la Iglesia. Pero, entre tantos ansiosos por degollar sarracenos, acudieron también otros que sabían, o al menos intuían, que en aquellas tierras olvidadas habían fructificado penosamente otras formas de cristianismo, cuyo contacto con creencias religiosas anteriores hizo que la doctrina tomase caminos de búsqueda diferentes. En Oriente no sólo se vivía la coexistencia formal de las tres religiones de la Biblia, sino la memoria latente de otros cultos en los que había bebido el cristianismo originario, muy distinto al que se implantó desde Roma en cuanto la Iglesia católica optó por la vía del poder temporal.
El orbe cristiano y, sobre todo, la conciencia colectiva de la feligresía, conservaba el recuerdo larvado de la Gran Madre, que la Iglesia se había ocupado de borrar cuidadosa-mente, pero que emergía del pueblo y sólo esperaba la ocasión propicia para manifestarse plenamente. Ya lo hacía en parte, y la autoridad eclesiástica tuvo que transigir, elevando a la categoría de santas a viejas deidades femeninas del pasado precristiano: Santa Brígida, Santa Cecilia, Santa Lucía o Santa Águeda.
La vivencia religiosa de la Gran Madre era el lazo de unión ecuménico que le faltaba al cristianismo para convertirse realmente en una creencia de proyección universal. Aquel empeño de siglos que mantuvo la más alta autoridad en que el pueblo borrase de su conciencia la imagen de lo femenino sagrado, había hecho de la práctica cristiana un hábito vacío de contenido, una norma cumplida pero no asumida, meramente esotérica y esencialmente racional, con verdades prefabricadas que la mayor parte de las veces se aceptaban por inercia y sólo porque procedían de un poder político indiscutido.
Cuenta la leyenda hagiográfica que Bernardo de Claravall (1090-1153), en su primera juventud, tuvo una visión durante la cual la Madre de Dios apretó su bendito seno y dejó caer unas gotas de leche en la garganta del santo. Desde entonces, y durante toda su vida, Bernardo fue cabeza activa de un movimiento que, a través de sus monjes reformados, los cistercienses, y de sus hijos armados los templarios, trabajó denodadamente por la recuperación del culto olvidado a la Gran Madre. Comenzaron a surgir imágenes milagrosas de la Virgen cerca de los monasterios, en los lugares que fueron sagrados desde mucho antes de que el cristianismo los relegara al olvido, en las cuevas de los montes que habían sido consagrados a las diosas esenciales de la Antigüedad.'
Puede decirse que San Bernardo fue, si no el único, sí el fundamental promotor de aquel súbito estallido de la devoción mariana que, en menos de cien años, iba a cubrir todo el orbe cristiano de cultos hasta entonces aletargados. Pero conviene advertir igualmente que, al contrario de lo sucedido en el caso de los santos que se instituyeron anteriormente como patronos locales y metas devocionales de la feligresía, Nuestra Señora surgió al culto rodeada de símbolos y elementos tradicionales que, sin excepción, remitían a un lenguaje de signos seguramente no entendido por la mayoría de los fieles, pero aceptado como certeza incontrovertible que inmediatamente se integraría en el fervor despertado por la imagen.
En las historias que rodeaban los encuentros milagrosos de estas imágenes y justificaban la devoción multitudinaria por estas Vírgenes surgidas de lo más sagrado de la tierra, se acumularon decires y prodigios que avivaban el fervor. Curiosamente, eran elementos comunes a imágenes aparecidas en los enclaves más diversos; rasgos propios del símbolo universal y en modo alguno de tradiciones locales. Por ejemplo, es aún corriente constatar cómo, en muchos casos, la imagen se descubrió en un lugar concreto que se negaría tozudamente a abandonar cuando quienes la encontraron se empeñaban en trasladarla a un nuevo emplazamiento.
Toda una sucesión de indicios ligaba estrechamente la nueva y generalizada devoción mariana al recuerdo de un tiempo remoto, en el que la Humanidad sintió lo divino bajo un aspecto esencialmente femenino.
Sin que nadie hubiera expresado la menor oposición o mostrado la menor extrañeza —antes bien, acumulando las mayores devociones cuando se producía tal circunstancia—aquella divinidad había sido a menudo pintada de negro; así, adrede, deliberadamente, sin que hubieran tenido que intervenir, como algunos clérigos han querido explicar, los humos de los cirios que los devotos encendían en sus altares.
A estas alturas, cuando las investigaciones y hasta la posibilidad de lucubrar con cierta libertad han permitido adentrarse en las raíces del conocimiento esotérico sin temor al anatema, ya nadie duda de la premeditación que guío a los imagineros medievales a tallar imágenes negras de Nuestra Señora, para aquel culto popular tan súbitamente desatado en el Occidente cristiano. Otra cosa sucede al ponerse de acuerdo sobre su significado, pues cada cual, según el sector del gran laberinto de la Tradición en el que haya profundizado, encuentra distintos motivos que justifican la negritud de estas imágenes, que despertaron, sobre todas las demás, la devoción masiva del pueblo.
Sin embargo, aunque subrepticiamente, arrastrando condenas y anatemas, la búsqueda nunca se interrumpió, pese a que la emprendiera sólo una minoría tachada de herética, que únicamente llegó a manifestarse a través de la expresión simbólica de su incursión en el mundo del Conocimiento universal. En esta manifestación simbólica de la búsqueda esotérica por los caminos tradicionales hemos de inscribir el fenómeno misterioso de la Vírgenes Negras. Todas estas imágenes —al menos las que recibieron originalmente culto, pues hubo también copias miméticas que se limitaron a repetir los modelos más venerados— suponían una doble llamada de atención, dirigida, en primer lugar, al enclave donde recibían culto y, complementariamente, a la naturaleza heterodoxa de ese culto.
La Virgen Negra, cualquiera que sea su ad-vocación y el lugar donde se haya celebrado su culto, reúne una serie de características que la convierten, en cierto modo, en paradigma de ese conocimiento perseguido por los rebeldes a la fe sumisa que pretendía imponer la autoridad eclesiástica romana.
El mensaje comienza, naturalmente, con el color negro de la imagen. Efectivamente, el color negro queda radicalmente consagrado al Conocimiento, tal como ya quedó en la Tradición arcana, partiendo paralelamente de su simbolismo telúrico —las tierras fértiles negras—de su antagonismo secular con los cultos solares— la tierra y su sacralidad forman parte de la Noche, frente al blanco de la luz solar— y hasta de la misma esencia física del negro, reconocido como el color que absorbe a todos los demás, mientras el blanco los refleja y los repele. Así, el negro marca la cualidad esencial del buscador, que se inicia precisamente para absorber los saberes universales.
Las leyendas que giran en torno al supuesto hallazgo de la imagen —a pesar de que está estrictamente comprobado que ninguna de ellas fue tallada antes del siglo XI— retrotraen su devoción a tiempos remotos que la mayor de las veces son imprecisos.
Las fiestas que se celebran en torno a estas imágenes varían también, dependiendo a menudo de la fecha del mítico hallazgo. Sin embargo, abundan de manera especial las que tienen lugar entre la Asunción (15 de agosto) y la Natividad (8 de septiembre). Tales fechas, que histórica y litúrgicamente parecen haber sido escogidas al azar, responden a una indudable asociación cosmogónica del culto mariano, que recibiría así, a los ojos de quienes fueran conscientes para comprender su significado, una proyección muy especial. En el mapa celeste, la constelación de Virgo tiene una luminaria principal en la estrella Spica. Precisamente el 15 de agosto, esta estrella desaparece en el horizonte y queda invisible hasta el 8 de septiembre, en que vuelve a renacer, marcando para la gente del campo, desde tiempo inmemorial, la época en que dan comienzo las cosechas que anuncian el otoño y la muerte invernal del sol.
A modo de resumen, y prescindiendo de multitud de detalles puntuales, como el tamaño medio de estas imágenes o el color originario de sus vestidos —la mayoría de ellos repintados y a menudo hasta transformados—, no cabe duda de que el culto mariano que estalló en la Edad Media, y del que constituyen un elemento paradigmático las llamadas Vírgenes Negras, supone un triunfo momentáneo del conocimiento tradicional sobre el afán de la Iglesia romana por mantener a la feligresía en una situación de ignorancia que le facilitará el ejercicio del poder. La postura esotérica, manifestada a través de las más diversas actitudes vitales, preconizó siempre la necesidad de que el ser humano alcanzase la conciencia de la realidad superior por sí mismo, sin que tuviera que aceptar por decreto las verdades que cualquier autoridad reconocida pudiera imponerle. Así, frente a la Iglesia que había asumido unilateralmente la posesión exclusiva de unas verdades que eran sólo su propia verdad, y que ejercía una mediación dogmática con el Más Allá que había fabricado a partir de su particular interpretación de mensaje evangélico, el estallido del culto mariano fue, al menos en sus revolucionarios inicios, la asunción de que para alcanzar la Verdad trascendente el ser humano tiene que apropiarse de la evidencia innata de la unión de los opuestos. Por eso, frente a una religión basada en una concepción estrictamente masculina de la divinidad —que abarcaba cielos y tierra, marginando sistemáticamente la mitad femenina de lo humano y de todo lo existente—, el culto mariano llegó para restablecer el equilibrio perdido, potenciando la importancia profana y sagrada de la mujer, tal como había sido reconocida y sentida desde el albor de la conciencia, es decir, como fuente fundamental de vida y de conocimiento. El culto llegaba para alcanzar, a través de él, la esencia de una trascendencia sistemáticamente sustraída a la experiencia de los fieles por aquellos que cifraban su indiscutida autoridad en la ignorancia, la dependencia y la sumisión de los creyentes.
CAPITÁN Y ALFÉREZ - 90 LABRADORES
Extraído de la Revista Villena de 1990

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