28 oct 2023

1992 CÁNTICO A LA MUERTE DE ANTINOO

CÁNTICO A LA MUERTE DE ANTINOO. 
Por J. MENOR VALIENTE
¡Divino Osiris! Templa mi agonía,
clamaba Adriano
elevando al cielo descarnada mano.
El lodo fertiliza del río Nilo,
en cuyo aciago lecho
el cuerpo yerto de Antinoo yacía,
la mirada vacía,
el delicado pecho
atravesado por punzante estilo.
En la arena huellas de sus sandalias,
su túnica plegada
en la cercana orilla,
la cabeza tronchada
como el flexible tallo de las da las
o quebradiza arcilla.
Con un cántico fúnebre, africano,
ronco, plañía Euforión,
el venerable anciano.
Alterado el semblante tan sereno
de viejo centurión,
apartaba la vista, avergonzado,
del César venerado
por si el llanto de un hombre fuera obsceno.
Apagado el fulgor de os crepúsculos
la barca de Caronte se arrastraba;
a impulsaban los músculos
de bárbaros remeros de la Frigia.
El Nilo semejaba
a la laguna Estigia
y la salobridad del sudor frío
del César, se mezclaba
con las linfas acuáticas del río.
Lejos la mar en calma.
Sacudida por olas y galernas,
acongojada, el alma
con tristezas eternas.
Consciente del estigma de su mal
en un fondo abisma,
en la negra oquedad de las cavernas.
Contempla absorto 
el agua con luces de artificio
y estático discurre por su lomo.
Fatalidad aciaga la 
superficie fragua en reflejos 
mortíferos de plomo y el 
motivo crucial del sacrificio 
atormentado indaga.
Apolíneo el efebo
de pecho alto y combado,
erguido el torso, el párpado entornado, 
coralina mejilla,
suave la redondez de la rodilla. 
Esculpida garganta de bacante, 
la pupila brillante
y diáfana mirada sin rencilla.
Sus labios, que quisiera
besar el céfiro, breve la espera, 
cargados de silencios y sapiencia. 
Grácil adolescencia
con la frágil frescura del narciso, 
rizosa cabellera,
doncel incircunciso.
En su vaina de mirto a la cintura 
la daga, que supura 
la sangre de la raza del dios Friso.
Por el cálido aliento de su gracia, 
Adriano no cambiaba
los jardines de su añorada Itálica 
a la que tanto ansiaba, 
los viñedos verdeantes de la Tracia, 
los amuletos de figura 
fálica, los solios imperiales.
Los tronos de los césares augustos, 
los helénicos bustos, 
sus atributos y los faustos reales.
Las murallas de Elia Capitolina, 
sus deseados gobiernos de Panónia 
y su aura vespertina,
la fortaleza de la Torre Antonia.
El puente sobre el Tíber. Discurría 
y corona ceñía
a meandros y pantanos; 
la sumisión de sirios y espartanos.
Tribunos, gladiadores, legionarios, 
los coliseos, las termas y los foros, 
sestercios y denarios
en galeras cargadas de tesoros.
Todo el espacio,
cuanto el orbe abarca,
desde los sueños órficos de Tracio
a los dantescos círculos de Ulises.
Y solitario un hombre
con sus cabellos grises,
lanzaba al viento repetido nombre
sollozando en el fondo de una barca.
Pesadumbre inhumana
se retrataba en su semblante austero,
en la proyecta senectud cercana.
Le hería el dardo certero
de helénica Diana,
a la espalda la aljaba,
plegado el quitón griego. 
Enmudecido y ciego,
Eros, inconmovible, se alejaba.
Y la vida ya no le pertenece, 
yaciendo inerte,
inmóvil permanece
en funeraria y tenebrosa gruta, 
como el hueso encerrado 
en el centro pulposo de la fruta.
El pulso monorrítmico del tiempo
al holocausto indemne.
Sin esplendor solemne
los coliseos insignes,
el ara sin ofrenda en los palacios.
Los proscenios
antes cuajados de palomas, 
de guirnaldas de rosas,
ahora agostados, en manojos lacios, 
al transcurrir del tiempo y los espacios.
Por amor, Antinoo renacería
en cada arco de triunfo,
en cada cenotafio.
De lejos mantendría
con su escultórico, poético epitafio,
a las nómadas tribus de Eritrea,
mercaderes, esclavos de o incierto,
hacía la India en ruta,
mientras permanecía
su imagen impoluta,
inmortal, triunfador después de muerto.
En estatuas de pórfido, desnudo, 
protegiendo su sexo
de lúbrica mirada, indemne, ileso, 
la pétrea hoja de parra casto escudo.
En eterno reposo
sus labios aquiescentes.
Como deidad vestal
sus bucles un racimo de serpientes
y un halo luminoso
de claridad profusa,
de esplendor sideral,
orlando su cabeza de medusa.
Preclaro favorito,
cachorro fiel y bello,
su perfil en monedas y medallas 
estamparía su sello.
Se mantendría presente 
en juegos de Bitinia y Mantinea; 
la antorcha permanente
candente a resina de la tea.
Enterraría e recuerdo
en el regazo opaco
del tiempo ilimitado, sin fronteras.
La mente, abandonado cementerio, 
sería su mausoleo,
viviente cautiverio
triste y recóndito, callado y pulcro. 
Sarcófago, pirámide, sepulcro 
donde moran Faraón o Tolomeo.
Metáforas odiosas
cobraban su sentido.
Embalsamando a su cuerpo inmolado,
artífices, artistas y artesanos
con esencias de rosas,
ungüentos y sustancias olorosas,
su tierno corazón tuvo en las manos.
Pancrates, entretanto, creaba sus poemas
con intentos quiméricos
a la resignación.
Centenares de hexámetros homéricos,
como si consolar fuera lo mismo
que el tácito palpar de la presencia.
¡Qué inmensurable abismo,
qué enorme diferencia
entre el piadoso empeño y la evidencia!
La muerte apaciguaba
los galopes so vales e infinitos
de corceles de carne y de deseo.
Liberada de oráculos y mitos,
vínculos irrompibles
desanudaba. En su furor inmersa,
su guadaña segaba
como el filo del hacha caledónica,
como flechas de persa
en vuelos invisibles,
como el disco silbante de Perseo.
Hasta las playas de la costa jónica 
el botín de despojos arrastraba.
Noche tras noche
buscaba, obsesivo empeño,
el escondido rastro de la estrella
que albergara su sueño,
en la constelación perdida huella.
Atisbando su curso,
convertido en lunático, demente, 
lanzaba su discurso
a inexistente muchedumbre ingente.
El lucero
del cosmos alejado,
con muestras de cinismo,
haciale muecas a un hombre frustrado
que sollozaba vuelto hacia sí mismo.
Extraído de la Revista Villena de 1992

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