23 ene 2024

1993 LA FOTOGRAFÍA, UNA VENTANA SIEMPRE ABIERTA

La fotografía, una ventana siempre abierta.
Por BENIGNO LÓPEZ HURTADO
Nadie ignora a estas alturas que la cámara de fotografiar ha establecido, en el arte del siglo XX, profundos cambios en los esquemas de pensamiento y de percepción de los acontecimientos, por su extraordinaria fuerza comunicadora.
Un fotógrafo es algo más que el «ladrón» de un segundo o el retratista de un instante. Cierto es que, de manera sumaria, el fotógrafo es aquel que sabe detener la vida. Pero distingamos entre fotógrafos y fotografías: el fotógrafo anodino sólo capta una imagen objetiva e inerte, lo que llamamos una «postal»; en cambio, el verdadero artista registra una emoción.
En la base de la actitud de un fotógrafo está el afán, en última instancia vano, de recuperar el tiempo pasado. Nos «agarramos» a la fotografía acaso para escaparnos de la voracidad del tiempo, algunos de cuyos retazos los dejamos hilvanados a un entrañable trozo de papel. Contemplar de nuevo lugares entrañables donde dejamos un trozo de nuestra vida, o seres queridos ya ausentes, es, desde luego, algo más que un recordatorio.
Una misma obra fotográfica admite innumerables modos de contemplarla. Cada vez que volvemos a ver una imagen plasmada en la fotografía, sentimos una emoción distinta, no meramente repetitiva. El objeto que reproduce la foto es estático, inmutable; pero la contemplación de su plasmación artística obedece al momento anímico en que la contemplación se produce. Observamos, desde el tiempo fluyente, el tiempo detenido. De tal modo es así, que puede afirmarse que se establece una distancia cada vez mayor entre el que contempla y lo contemplado: eso que aparece en la fotografía fue nuestro presente una vez, y, en cada nueva contemplación que de ello hagamos, es más y más nuestro pasado. De ahí la radical novedad de cada ejercicio de contemplación.
Fotógrafos de todas las épocas (de épocas recientes, se entiende) fueron dando una porción de inmortalidad a quienes posaron en sus estudios. Todo el tiempo que va de ayer a hoy pende de la foto que cuelga en las paredes del comedor, o yace en el álbum o en la humilde caja de zapatos donde se amontonan (¡en qué espacio tan minúsculo!) los hitos ya para siempre paralizados de una vida que siguió su curso.
Nuestra vida va así dejando un registro, como una muesca reconocible, en determinados sucesos que señalan el camino sucesivo de la temporalidad: bautizo, primera comunión, boda (sin contar con el más aséptico e imprescindible retrato para el carnet de identidad...). Al retener la memoria de esas fechas y de esos acontecimientos de nuestras vidas, la fotografía le hace un corte de mangas al tiempo, que, aunque nos roba la realidad, no puede robarnos la memoria de esa realidad impresionada en un soporte físico.
Conscientes o no de su importancia, lo cierto es que recordamos la sorpresa y el gozo de aquellas sesiones fotográficas de nuestra niñez, como cuando, en mi caso, hubimos de guardar cola mis primas y yo, tras una procesión, en el estudio del fotógrafo que nos iba a «retratar», ellas vestidas de ángeles, yo solamente de monaguillo. Pero el escenario de esa infancia retenida no era sólo el estudio del fotógrafo; también servía la calle de improvisado estudio para preservar el instante donde aparecemos, sujetos aún a nuestra niñez, no como nuestros padres querían que figurásemos (repeinados, semi sonrientes, limpios e inexpresivos), sino con la autenticidad del instante irrepetible.
Los estudios de hoy han perdido su sabor antiguo, están plagados de automatismos y sofisticados artilugios... Las viejas cajas de madera con sus fuelles a modo de trompa de elefante han desaparecido, y ningún niño espera, boquiabierto, a que salga el pajarito. A la postre, sin embargo, será lo mismo. Por debajo de la novedad está la sustancial identidad de todos los tiempos. Hoy como ayer, ayer como mañana, pasarán a amueblar nuestra memoria esas efemérides con que vamos señalando nuestra vida: comunión, boda, día de San Valentín..., o las que en épocas futuras tengan a bien festejar los hombres. Entonces, cuando quieran nuestros descendientes conmoverse no ya con lo vivido, sino con la imagen de lo vivido, habrán también de asomarse a una fotografía, esa ventana melancólica y siempre abierta.
Extraído de la Revista Villena de 1993 

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