15 feb 2024

1993 METAMORFOSIS

Metamorfosis. Por PABLO LAU
(No todos los amores son baldíos, ni todos desamores dejan mal sabor de boca, ni todos salteadores de caminos saben que les van a saquear a ellos, ni el ciego que palpa las paredes para mirar es incapaz de digerir chismorreos, ni el tuerto borracho se niega a andar sobre un trazado de línea blanca, ni el más cojo deja de oír una sonoridad tirada a escondidas al aire. ¡Si hasta la niña más mimada por papá y mamá sabe distinguir un canguro de un gorrión! ¿Cómo no voy a saber yo bailar en la cuerda floja de este escrito sobre la gracia humana que me tocó sufrir?).
Mi amiga la rana me reprocha que yo sea burro viejo. ¡Vaya! Hemos bailado antaño bajo la lluvia, mojándonos y saltando por encima de los charcos, abrazados sin poder ni respirar. No dijo nada, pero noté durante la cena, a la que la invité en el mejor restaurante del pueblo, y durante nuestro diálogo carnal e hinchado, que debíamos separarnos para siempre, al recordar ella y yo tiempos pasados y no tan lejanos.
Yo, demasiado burro y viejo, había metido mis patas en los charcos del parque público de nuestra ciudad, donde ella solía dar sus saltos, saltos altos y veloces y lejanos de un charco a otro, armoniosos y provocativos para mí; me metí en un charco suyo con tan mala pata, que me la rompí. Era un sábado por la tarde, casi de noche, y primavera. ¡Había tanta gente para mofarse, reírse a nuestra costa! Al oír mi amiga la rana las carcajadas dedicadas a mi desgracia, saltó hacia mi cuello, se agarró, casi me ahogó. Fue así como empezó nuestro amor.
Después, cada día que podía me acercaba a los charcos de aquel paseo, pero entre semana, cuando había poca gente; ella ya me esperaba y saltaba, brincaba por encima de mis hombros, sobre mi cabeza, se agarraba a mi rabo, se pegaba a mis costillas, me hacía cosquillas en mis partes más tiernas, se quedaba quieta en mi morro, se metió en mis orejas, tapaba mis ojos con su cuerpo fresco, húmedo y..., croaba, croaba tanto que llegué a odiarla y yo daba patadas y coces y brincos locos al aire. Claro: quería secuestrarla, apropiarme de ella para siempre y hasta el fin de mi vida terrenal. No lo conseguí nunca mientras jugábamos; pero ella bien conocía mi insana intención.
Todo aquello se lo recordé sentados los dos en el restaurante. También hice revivir las salpicaduras de «cagaícas» de los gorriones encima de mi cabeza loca al irse el sol o la rabia por mi impaciencia mientras me mojaba las patas en los charcos donde ella vivía. ¡Cómo bebí el agua de su bañera hundiendo mi hocico sólo a medias para poder respirar y sufrir. Pero venían los grillos a acariciarme mientras cantaban el himno de sus amores.
Todo ello se lo recordé mientras consultábamos la carta para pedir la cena al camarero de turno, tan amable y gentil; pero él no tenía nada de lo que pedimos. Ella quería como entrada mis criadillas a la plancha, como plato fuerte mis nalgas coloradas con las setas de mis pies, y de postre leche medio cuajada de mi alma de amante eterno. ¿Y yo? Un potaje de garbanzos con sus orejas y sus labios, después, en crudo, costillas de su pecho izquierdo, y como postre un revoltijo en sus cabellos más rizados.
Salió la cocinera para defender al camarero disgustado y..., claro, mi amiga empezó a saltar de mesa en mesa, entre los comensales, debajo de las sillas, y yo a dar coces por doquier. Nos echaron. Estaba lloviendo, la lluvia caliente del mes de mayo y nos fuimos a sus charcos para bailar, y salió la luna llena y había flores rojas y lilas, y oímos los pitidos del tren y subimos a él y nos fuimos muy lejos.
Desde entonces no hemos vuelto, aunque de vez en cuando os saludamos desde una nube muy alta que pasa por encima de vuestra cabeza. Pero no podéis vernos, no podéis, no podéis.
Extraído de la Revista Villena de 1993 

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