7 abr 2025

1997 LA LOCA (CUENTO RETROSPECTIVO)

La loca (Cuento retrospectivo) Por JOSÉ MENOR VALIENTE
¡La loca, la loca!, gritaba la chiquillería corriendo desaforadamente por las empinadas y pedregosas calles de la aldea y tras ellos, intentando darles inútilmente alcance, corría la demente un día y otro día, incansable como incansables eran los chiquillos en repetir continuamente el estribillo, como un rito, como una diversión de las pocas que para su edad les brindaba el poblacho perdido en la serranía. ¡El que llegue el último a la Cruz de la Vereda, su novia la loca! y emprendían veloz carrera sacando todas sus fuerzas de flaqueza para no cargar con la ignominia de emparentar con la loca. Otras veces eran insultos y pedradas que les lanzaban desde las esquinas, con una inconsciencia brutal, sin compadecerse de la infeliz que continuamente les perseguía sin desengañarse de sus inútiles esfuerzos. Y siempre ocurría igual. En verano, bajo el inclemente sol de mediodía, despechugados y descalzos. Cuando volvían de hacer leña en el invierno y después de hacinarla en el corral, se reunían en pandilla insensibles al frío que curtía sus arañadas y ennegrecidas manos. Siempre terminaban por emprenderla con la loca, que se presentaba inopinadamente, como si gozara en hacerse la encontradiza.
Nadie sabía el origen de la loca, de donde venía y la época en que apareció en el pueblo. Era un personaje ligado a la aldea, tan familiar a sus habitantes como el soportal de la iglesia o la fuente de los cinco caños de la Plaza Mayor. Corría la leyenda de que hacía muchos años había perdido a un hijo pequeño y de entonces le provenía la extraña locura, pacífica, sin raptos de furor. Solo cuando los chiquillos la insultaban y le arrojaban piedras con inconsciencia propia de los pocos años, la loca salía de su impasible perplejidad y corría frenética intentando inútilmente dar alcance a la turba de chavales que, confiados en la agilidad de sus piernas, no temían la persecución. Cuando la fatiga se apoderaba de su pobre cuerpo contrahecho y enflaquecido, se abandonaba acurrucada en el hueco de algún portal con expresión desolada y un rictus de amargura en su desdentada boca. Entonces su aspecto era más lastimoso que nunca, sus ojos vagaban inquietos y repuesta continuaba su peregrinaje por las calles mendigando un pedazo de pan, que nunca le faltaba de la caridad de las vecinas.
Cuando el frío arreciaba o el cielo amenazaba tormenta, se guarecía en una de las cuevas del monte, a la salida de la aldea y en su covacha, un día no muy lejano, la hija de la santera, que había bajado de la ermita a pedir un par de velas al señor cura, oyó salir una voz muy dulce como si de un propio ángel se tratara, que entonaba una hermosa canción de cuna, una tierna nana.
También en otras ocasiones la había oído, pero ya se guardaría muy bien la zagala de comentarlo en el pueblo, no fuera a ocurrir como aquel pasado mayo, cuando contó se le había aparecido la Señora y el padre cura, encerrado a solas con ella en la sacristía, le propinó una buena reprimenda, llamándole visionaria y otras cosas por el estilo que ella no alcanzó a comprender.
Aquel día, más que nunca, eran mayores los deseos de la loca de alcanzar a los rapaces. Mientras les lanzaba gritos incoherentes les perseguía y un empeño desconocido redoblaba sus esfuerzos.
Iba corriendo tras ellos calle arriba, haciendo cada vez más corta la distancia que le separaba de la retaguardia de aquella tropa que huía. Llegó un momento, que en un alarde inaudito extendió sus brazos y pudo dar alcance al más pequeño de todos ellos que, rezagado y más débil que los demás, se había quedado el último.
Al sentirse atrapado, un miedo cerval se apoderó del chaval que comenzó a llorar a grandes gritos, mientras se estremecía convulsivamente. La loca, sorprendida ella misma al ver conseguido su objeto, cogió la cabeza del niño temblando y mientras aprisionaba con los garfios de sus brazos al indefenso rapaz contra su escuálido seno, le miró extrañamente a aquellos ojos azules que empañaban las lágrimas que habían comenzado a brotar.
Un mundo de recuerdos cruzó por su mente y en un impulso incontenible, fue estampando besos ardientes en las mejillas, en la frente, en los enmarañados cabellos, con un frenesí, con unas ansias largamente contenidas y un gozo salvaje en las entrañas, pagando de este modo el ultraje de insultos y pedradas. El zagal sorprendido ante aquella reacción, rompió como pudo el nudo de los brazos que le atenazaban y huyó a la desesperada sin volver la vista atrás. La loca yacía en el suelo sobre los guijarros de la calle, los brazos cruzados sobre el regazo, como intentando defender la posesión de algo encontrado después de largos años de búsqueda, del tesoro hallado tras su largo peregrinaje y mientras, sus labios articulaban incoherentes palabras y entrecortados sollozos.
Las voces de los chiquillos se habían perdido a lo lejos y quedó la calle desierta. Las sombras del atardecer se iban haciendo por momentos más densas y una infinita calma todo lo envolvía.
Apenas había amanecido y el "tío Chivo" llevaba sus cabras a pastar. Rezagada iba quedando "la roja", la preñada, con su voluminoso vientre que se tambaleaba al andar y el pastor calculaba que de hoy no pasaría sin parir. Buena falta le estaban haciendo unos cabritillos cuya venta le ayudaría a pagar el pienso de aquellas rumiantes. Apenas si había llovido esta última época y la hierba era tan es-casa.
Ensimismado iba en sus pensamientos, cuando de pronto llamó su atención un bulto, un montón de harapos que en mitad de la calle se hallaba. Las cabras se apartaban indiferentes para no pisotearlo con sus pezuñas y orgullosas desdeñaban inquirir que era aquello que entorpecía su camino. Al llegar a su altura adivinó el cabrero la figura inconfundible de la loca. Se agachó sobre ella y al volverle la cara la encontró pálida e inmóvil. A su experiencia de viejo le era tan familiar aquella expresión que comprendió que estaba muerta. A sus exangües labios se asomaba una sonrisa y casi embellecía su horroroso rostro que, inundado de una inmensa paz, resplandecía.
Extraído de la Revista Villena de 1997

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