La hoja. Por PEPA NAVARRO RIBERA
Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo
cuando caigan,
para que nos las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro
que baja por tu cuerpo,
ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos,
ojalá se te acabe la mirada constante,
la palabra precisa,
la sonrisa perfecta,
ojalá pase algo
que te borre de pronto:
una luz cegadora,
un disparo de nieve,
ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto,
para no verte siempre,
en todos los segundos,
en todas las visiones,...
Ojalá que no pueda,
tocarte ni en canciones.
Amigo:
Esta tarde he vuelto a ver la hoja de higuera que me diste. Está seca y arrugada junto a las demás. Las demás son flores, pétalos, tallos y hojas de algún momento, que metí en una caja de madera. Las dejé allí, consumiéndose en el tiempo, como se consumen los amores, como me consumo yo mismo. He abierto la caja, sin ningún motivo especial y debajo de dos florecillas de jazmín arrugadas —amarillas y aún olorosas— tu gran hoja de higuera. Verde, muy verde, más pequeña que entonces, pero todavía enorme para su cárcel de madera en la que a duras penas puedo meter sin quebrarla. Entonces he recordado aquella tarde, tan diferente a ésta, pero tarde de verano al fin y al cabo. ¿Recuerdas? Era calurosa, aunque claro, empezaba el mes de julio. En el patio, cogiste la hoja fresca y rozagante, no sé si húmeda ella o mi mano, y me la diste. Un gesto sin importancia ¿Un símbolo o un recuerdo? Te dije que coleccionaba hojas inclasificadas. Si encontraba alguna por ahí, la metía en una caja de madera y la dejaba secar. También flores pequeñas, sobre todo las de almendro, cuyo perfume me encanta. Algunos pétalos de rosa. Y margaritas silvestres. No sé si me escuchabas o esperabas mi silencio para buscar en mis labios algo más que palabras. No sé si queda en tu memoria algo de ese momento, pero puedo decirte que no fue una tarde feliz. Al igual que otras tantas tardes nuestras, que ni siquiera este último calificativo merecen. Siempre así, desde la primera de penumbra y de desconcierto. Pese a la novedad del descubrimiento, el miedo oscurecía su luz como una nube terca enmedio del cielo más azul. Nunca nos ha brillado el sol, ¿sabes? aunque coronase el cielo. Esas horas robadas a nuestra vida oficial, esa clandestinidad no prevista, las llamadas a media mañana, el desasosiego de la espera, los días y más días sin encontrarnos,... no han tenido nunca el sabor de la felicidad plena. Ni los besos —escasos besos— cargados de angustia y a veces, de culpabilidad. También los abrazos estrechísimos, sabían más a dolor de separación inminente que a preludio de otros encuentros. "Tenemos las horas contadas", me decía alguna vez, con una mezcla de doble sentido, entre cínico y amargo. Y aún no sé cuántas horas más nos podremos encontrar en adelante. Con una buena dosis de buena voluntad por ambas partes, ninguna. La tentación de coger el teléfono es muy fuerte. En ocasiones se recrudece hasta lo inimaginable. Cuando logro resistir el intento, empiezo a conjurarte, con la mente obstinada y la obcecación más absoluta. Aún creo que conseguiré que sepas, a esa hora perdida de la tarde, mientras duermes la siesta o tomas el café, que te llamo, ..., una y otra vez ..., ..., que te busco en una dimensión desconocida, lejana y cómplice, porque en ésta no te tengo, ni te puedo tener.
Como te decía, seguimos en verano. Apenas unos meses después, con la salvedad de que éste da sus últimos estertores. Agoniza al acabar agosto, prematuramente, en un día que parece anunciar el inminente otoño por lo ventoso y revuelto. Gris, muy gris está el cielo, amenazando una lluvia que no llega, por mucho que la necesite la tierra y yo mismo. Yo mismo para que conjure mis fantasmas y me despoje como una suave brisa de los malos humores y de los recuerdos inoportunos. Acaso no sea precisamente inoportuno tu recuerdo, quizá más bien inevitable y un punto necesario. Los amores, —me digo a mí mismo en un intento de justificación inútil— no siempre pueden ser vividos plenamente. A veces han de extinguirse, ahogarse en su propia imposibilidad y dejar sólo el poso agridulce del recuerdo. Ese recuerdo, —breve, y algo deslucido, como un vestido de novia que fue blanco y empieza a amarillear en un día más o menos lejano nos hará sonreír entre nostálgicos y avergonzados. ¿O es posible que sea siempre así de hiriente, así de lacerante y oscuro el pensamiento, así de traidora la zarpa de un chispazo en la memoria que nos corta el aliento por un segundo? Este amor es un amor imposible e improbable. Me lo digo a menudo, como si fuese la frase mágica capaz de conjurar el dolor y el abandono. Quizá alguna vez me acostumbre a no acostumbrarme a creer en ello como en una verdad inamovible y definitiva. Los más benévolos podrían calificarlo de irrealizable. Así, sin más. O quimérico y temerario, algunos escépticos. Pero, ¿y nosotros? No nos hemos atrevido, por lo que podría deducirse que no es un amor con mayúsculas, sino un balbuceo, un arrebato, una fugacidad. ¡Pero cómo duele para ser tan insignificante!
Luego empiezo a analizarlo desde otro ángulo y veo que los dos adjetivos que en principio le adjudiqué son perfectamente demostrables. Dije que era improbable. Normalmente, cuando nos enamoramos, en los tiempos que corren (ha pasado la época de los dramas shakespirianos) nuestro amor se hace público rápidamente y puede vivirse sin mayores contratiempos. No hay cortapisas que lo frenen e incluso la sociedad "normal" parece participar de nuestra alegría. Por eso, a pocos se nos ocurre amar lo prohibido, y por eso lo califico de improbable, porque la humanidad parece haberse encargado de la socialización de los sentimientos, de perfeccionar el mecanismo de interrelación. Con la "mejora de la especie" se evitan desviaciones indeseables. Así disminuyen notablemente las probabilidades de que nos pase. Como si una especie de sentido común nos condujera por el buen camino, haciendo posible que sean pocos los que se salgan de él. Porque eso, no es práctico.
También dije imposible. Eso va intrínsecamente unido a lo primero. No es deseable un amor socialmente repudiable, que nadie "normal" entendería y que hasta yo mismo confieso no entender. Pero es que el amor no es para entenderlo, es para sentirlo. Así de sencillo y complicado a la vez. Racionalizar lo más irracional, deja la probabilidad del amor, la misteriosa exaltación del alma, la compulsión más incontrolable de los sentidos, la esencia misma de la vida, reducida a nada.
Por eso, todo está en contra de esos amores. Pero aun así, nacen. A veces, obstinados y rebeldes, ovejas negras en un sistema de "amores permitidos, convenientes, bendecidos y sanos". Amores, con una alta probabilidad de convertirse en pantomimas y caricaturas de telefilm americano, pero con el visto bueno general. Me pregunto. ¿Soy un monstruo fuera de la ley? Hasta ahora, no me planteé la existencia de un marco legal para los sentimientos. Una normativa establecida, que dijese lo que puedo o no sentir.
El odio, es entendido y públicamente manifestable, como el rencor, los celos, la venganza..., pero el amor "fuera de la ley"... ¡eso sí que no! ¡Hay que castigarlo! A veces, ni siquiera es necesario aplicarle una sanción. Los mismos infractores lo dejamos morir así, solitario. Lentamente, por inanición y abandono, va languideciendo. Es el triunfo de la razón. Queda en un rincón oscuro, y cuando protesta (¡oh dolor!) apretamos los dientes o lo bañamos en una buena dosis de licor y autocompasión. Pero no es un dolor de muelas. Es un dolor del alma.
Lástima que al morir por fin, su cadáver quede allí, y descompuesto nos inunde y la esperanza que alguna vez tuvimos en vivir.
No me preocupa el control disciplinario
[de mis actos.
Es más bien la terquedad de mis
[sentimientos, que obstinados y tenaces me asaltan, con su leve fluir, casi, casi, imperceptible y destruyen la calma tan laboriosamente
[fabricada.
Extraído de la Revista Villena de 1997
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