Memorias de una guerra. Por JOSÉ FERNANDO DOMENE VERDÚ
Como tantos otros jóvenes villenenses, José Verdú Navarro fue movilizado para ir al frente en 1936, poco después de comenzar la Guerra Civil. Sin embargo, tras ser avisado confidencialmente de que sería fusilado cuando el tren llegara a su destino, decidió huir y ocultarse en casa de sus suegros en Benejama, donde pasó escondido los tres años de la guerra, igual que hicieron otros tantos jóvenes villenenses. Y fue allí donde escribió la primera carta a su esposa, para tranquilizarla y contarle las peripecias de su arriesgada aventura. He creído conveniente publicar esta carta, en primer lugar, por su valor literario, ya que se trata de un relato apasionado donde se refleja todo el amor y la ternura de un hombre en tan difíciles circunstancias. En segundo lugar, porque es el testimonio de una experiencia trágica, consecuencia de unas circunstancias trágicas, que vivieron más o menos de forma parecida otras muchas familias y otras muchas personas de nuestra ciudad y de España entera. Es una experiencia dramática que creo que merece conocerse. No importa el color político ni en el bando en el que se estuviera entonces. Lo que importa es que sucesos como éste no se olviden y se tengan siempre presentes, para que nunca más vuelvan a repetirse.
Mi querida y adorada Mariana: ¿Recuerdas los últimos momentos de aquella noche del día 25 de septiembre? A mí no se me borra ni un solo instante de la imaginación. Tú, sentada a mi lado, sufriendo resignada, porque estos hombres sin conciencia al matadero me llevaban. Mis padres, hermano y tía, con la cabeza gacha, en silencio y bañando sus mejillas las lágrimas, lloran porque un pedazo del corazón les arrebata. El amor de nuestros amores, aquel ángel que el año aún no tenía, hermosa, morena como nuestra patrona y que para semejanza más a ella hasta su mismo nombre lleva, dormía en el lecho que mío era de soltero, sin saber a dónde llevaban a su padre. Yo, sufriendo quizás más que vosotros, porque el hombre sufre con más resignación y no exterioriza tanto su pena, os veía llorar y el corazón se me desgarraba. Llegó la hora de tener que alejarme de vosotros; son mis primeros pasos dirigidos a la habitación donde mi hermosa nena se encuentra; abro la luz, y por si mis ojos era la última vez que la miraban, todavía me pareció más hermosa. La contemplo un instante, mis ojos no pueden detener unas lágrimas, la beso y entonces ella se mueve porque a interrumpirle el sueño fueron; ¡hija de mi corazón!, no sabía que era su padre que tal vez el último beso le daba. Vuelvo a mirarla y con profunda pena, muy en silencio le digo: "Adiós, hija de mi corazón». Al apagar la luz, ha quedado tan impresa en mi mente su figura, que jamás se borrará. Señor, guárdame a la nena, que pronto pueda volver a besarla.
Salgo de la habitación y todos de pie me esperabais; mi primer beso y abrazo es para mi tía, después mi hermano y al llegar a mi madre se apodera de mí tal tristeza viéndola tan apenada, que eterno hubiera sido mi abrazo; llegó la hora de despedirme de ti y ya en los brazos tenías a la nena, llorabas muy amarga, yo no me cansaba de besarte lo mismo que la hija de nuestros amores, pero llegó el último porque el tiempo que quedaba era escaso y el tren, veloz, apresuraba su marcha. Acompañado de mi padre, toco por última vez la puerta y mirándoos a todos desde ella os dije: «Adiós, adiós... hasta que vuelva». Tú, acompañada de mi hermano a tu casa te diriges, y para agotar hasta el último momento, juntos marchamos hasta la calle de Román. En el trayecto, ¿recuerdas lo que en silencio me decías?:
— ¿Te vas y nos dejas? No te vayas...
— Ya sé lo que tengo que hacer, Mariana.
Mientras tanto a esta calle llegamos y aquí sí que fue donde el último abrazo di a mi Mariana y a mi nena. Calle abajo, en busca de la estación, caminaba con mi padre y muy en secreto íbale exponiendo el plan que me había trazado. Todo quedó convenido. Llegamos a la estación y sólo faltaban unos minutos para que llegara el tren que había de conducirme a Madrid. Mientras tanto, llegan unos amigos que venían a despedirme; nos separamos de ellos unos instantes, pues marchábamos al otro lado del andén, por si veía algún otro amigo. Una ojeada para examinar el terreno y todo quedó convenido. Volvemos al lado de mis amigos y cuando unos momentos llevábamos de charla, el correo entra en agujas. Me despido de ellos, y fui en busca de los jóvenes, que juntamente con ellos había de incorporarme a la Brigada número 35, y una vez di con ellos, abracé y besé a mi padre, subí al coche para buscar asiento y desde ese instante empieza a realizarse el plan previamente estudiado. Coche abajo viendo donde aposentarme, llegué al final de éste y por la plataforma me dejé caer al otro lado del tren y por entre los vagones emprendí precipitada fuga para no hacerme visto; cuando éste quiso arrancar ya me hallaba a unos 50 metros de la Bodega Nueva. Una vez llegué al paso a nivel, por entre las viñas me dirijo a coger el camino que por la Granja de los Franceses va a la finca del Grec, y una vez pasé el campo de fútbol, allí aguardé sentado entre unas matas de maíz. Pocos instantes después llega mi padre, le entrego el saco que en casa me prepararon con la ropa, ya que no creyó oportuno que lo llevara, y nos dirigimos por unas sendas en busca del camino que conduce al empalme de la carretera de Ocaña y Benejama. Una vez en él, me despedí de mi padre, le abracé y besé, volviéndose él por donde habíamos venido y yo seguí el camino hasta la carretera.
— Adiós, padre.
— Adiós, hijo; mucho cuidado.
Solo y a altas horas de la noche, caminaba para donde hoy me encuentro, sin que un solo momento de mi imaginación se fuera mi Mariana, mi nena, mis padres, mi hermano y demás familia; cuando un rato de camino llevaba, a descansar me senté en el puente que corona la cuesta del Malagueño; contemplaba la oscuridad de aquella noche, que elegida, no hubiera sido tan a propósito, pero hube de emprender de nuevo pronto la marcha, porque el tiempo se cargaba demasiado y amenazaba lluvia. Nuevamente vuelvo a descansar unos instantes en el puente que hay a unos 150 metros de la casilla antes de llegar a Cañada, pero como el tiempo cada vez amenazaba más aligeré el paso y cuando crucé este pueblecillo, empezó a caer como grajea, pero no fue obstáculo para proseguir el camino. Andaba ligero y con la preocupación del tiempo, pues cada vez veía aparecer nubes más oscuras, cuando antes de llegar a Campo de Mirra apretó algo la lluvia y hube de refugiarme en una hoguera bastante grande que había al lado del camino; pocos momentos después, como la lluvia había cesado, vuelvo a coger el camino y cuando me hallaba a unos 50 pasos de la vereda que conduce a este último pueblo, diviso los reflectores de un coche que aparece por Benejama; a pocos pasos de mí había un almendro, cuyo tronco era de un diámetro bastante regular y a su sombra permanecí hasta que pasó el vehículo; esto fue lo único que vi en el trayecto. Otra vez vuelvo a coger el camino y cuando me hallaba cerca de la casilla que hay antes de llegar al pueblo, empieza de nuevo la lluvia, que aunque menuda, iba aumentando por momentos. Cuando llegué a la casilla, tomé el camino que va al lado del lavadero y cuando me encontraba en las mismas paredes del pueblo, la lluvia se había formalizado. Mis primeros pasos fueron a la puerta trasera de la bodega, pero como se encontraba cerrada, me dirigí al postigo de José María; empujé la puerta y también estaba cerrada; llamo por la ventana y no me contestan; pienso lo que pienso y me subo a casa de los abuelos; al atravesar el pueblo, las calles parecían bocas de lobo; llamo suavemente a la ventana y el abuelo contestó inmediatamente como si me hubiera estado esperando; abre la puerta y gracias a Dios, había llegado felizmente, aunque algo mojado a mi destino. Me interroga sobre las causas de mi visita, le doy detalles de todo y como eran las 3 y media, le dije que se acostara; él me contestó que si me quería yo acostar, cosa que no creí conveniente porque Carlos estaba durmiendo y podría despertarse notando mi presencia. Se acostó y yo me quedé sentado en una silla en la cocina, cuando momentos más tarde salía la abuela de la habitación y dice que iba a prepararme la cama; enciende un candil y subió arriba, cuando al momento baja y me dice:
— Ya tienes preparada la cama.
— Muy bien, pues a descansar, buenas noches.
Subo con mucho cuidado y veo la luz en la habitación que hay junto a la que dormía Carlos, me desnudo, apago la luz y a dormir. Sino fuera por la fe que tengo en Santa Rita, diría que era imposible que todo saliera tan bien sin que nada se notara. Alabada sea Santa Rita, que hasta hoy me ha concedido todo lo que le he pedido y tengo plena fe en que me lo concederá hasta el fin. Al día siguiente, o sea, el domingo, hubo que llevar cuidado porque Carlos no marchó hasta el lunes por la mañana; desde esta fecha vengo haciendo vida muy tranquila, ya que mi única preocupación es vigilar para no ser visto. El tiempo lo paso distraído, ya que tengo buenos y abundantes libros donde entretenerme. Adiós, hasta que vengas.
Un fuerte abrazo y para la hija un ramillete de besos.
Extraído de la Revista Villena de 1996
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