13 oct 2025

1996 LA FRASE EN LA MÚSICA

La frase en la música. Por JOSÉ URREA DOMENE
Cuanto habla el alma es un lenguaje; y bajo este punto de vista la música es una serie de frases, porque es un idioma con palabras, interjecciones, gritos y gemidos.
La italiana (ya que se admita esta división, no como género, sino como origen) es un estilo fluido; la alemana una combinación de frases: la primera una melodía continua; la segunda una serie de armonías. En su unión hay una especie de fraternidad que se ríe del exclusivismo de los apasionados, formando ese número ilimitado de combinaciones, que no se agotará jamás, porque corresponde a la infinidad de sentimientos, así como las combinaciones de palabras corresponden a la infinidad de. ideas.
Si fuera posible dar al oído o a la vista la perspicacia necesaria para ver o sentir el movimiento que en el aire produce una sola nota, se concebiría el poder colosal y asombroso de esa impresión en el oído y en el alma. El arco que roza el violín produce en un segundo más de 150 vibraciones, convulsiones vertiginosas y estremecimientos íntimos del átomo en el aire, que hieren el tímpano, originando a su vez en este órgano un movimiento de igual número de vibraciones. Esa trepidación es tan espantosa que rompe los bronces y destruye los cuerpos más resistentes en virtud de lo que los físicos llaman el principio de la mínima acción.
Pues ahora combínese este número de vibraciones en una serie de notas, en un conjunto de instrumentos, y se tendrá idea del incalculable número de sensaciones complejas que pueden llegar al oído, a cada una de las cuales corresponde una modificación interna.
En el alma hay tantos sentimientos como arenas en el mar: sus emociones son en número infinito como las olas. Existen dentro de nosotros mismos, a la manera de notas que no se han hecho vibrar.
La gran mayoría de los hombres mueren con muchas de ellas adormecidas, como estrellas que no se han descubierto o nebulosas que no se han resuelto: como gérmenes que no han brotado en una tierra que parece estéril, y que sólo lo es porque no ha encontrado ocasión de dar plantas, ni flores. Hay almas que pasan por el mundo como el viajero dormido por un país; del mismo modo que pasaron nuestros padres sin sospechar que en la tierra que pisaban, en los metales que manejaban y en el agua que bebían, existieran amortiguados el fluido eléctrico y el vapor; elementos más poderosos que todas las groseras fuerzas mecánicas.
El precepto griego de conocerse a sí mismo encierra una inmensidad cuando se refiere a los sentimientos. El hombre descubre a veces, de pronto, en sí mismo, algunos de los cuales no tenía idea y de cuya existencia no había sospechado. Un suceso imprevisto abre la puerta a un nuevo campo, a nuevas sendas y a nuevos horizontes; y entonces conoce que ha vivido sin conocer su propia morada; como el que descubre en su casa habitaciones que nunca había visto o tesoros que yacían escondidos.
Las grandes conversiones y los cambios de genio y de carácter no suelen ser más que el hallazgo de estos sentimientos ignorados en el fondo del alma. San Agustín, aquel joven disoluto y calavera encontró en un rincón de su pecho el germen de la fe y de la grandeza de pensamientos con que asombró al mundo alejandrino. San Pablo, herido por una visión, halló también nuevas moradas en su alma: el mancebo que guardó las capas a los que apedreaban a San Esteban fue después un modelo de caridad.
Y tal vez nada despierta en más breve tiempo y con más fecundidad y riqueza sentimientos nuevos que la música. Se ha dicho que sus impresiones son fugaces como el viento que las lleva; pero sucede con ellas lo que con las semillas; se arraigan donde hallan eco y se pierden donde no penetran profunda-mente.
Las frases de la música recorren todo el diapasón de los afectos del alma; tienen sobre su significación como palabras el colorido, el calor y la luz; porque la música es el único ensayo de la escritura fonética, que comunica a la articulación fría y muerta el acento con que sale del alma, no sólo en los individuos, sino en los pueblos; no sólo como resultado del estudio y del arte, sino como grito natural del sentimiento.
Los cánticos mortuorios y religiosos de muchos pueblos salvajes expresan tanto sentimiento como los nuestros; las canciones con que las madres duermen a los niños son y han sido casi iguales en todos los puntos del globo. Los pueblos primitivos cantaron y los pueblos bárbaros cantan, y conservan de este modo su historia y sus tradiciones. Las demás artes servirán tan sólo para demostrar su rudeza y su atraso; pero el canto servirá siempre para dar a conocer sus sentimientos.
Las «canciones de la miseria» que entonan los fenianos de Irlanda, como un consuelo y como una amenaza, son gritos de dolor y de guerra, de angustia y de venganza. Inglaterra los ha discutido en el parlamento, en la prensa, en los clubs y en las academias. Cada uno los ha interpretado de distinto modo; para estos han sido la debilidad de un pueblo que canta y para aquellos una voz que llamaba a las armas. Sólo un músico dijo: «Son el Evangelio político de la Irlanda». Y acertó.
Nuestras soledades y malagueñas, nuestro estilo flamenco, son frases, nada más que frases, tan habladas como cantadas, que empiezan por excitar el sensualismo y van elevando el alma hasta desmayarla de sentimiento en la temblorosa y vibrante prolongación de las notas. Son alegres como el sol de Andalucía, y tristes como el canto en el desierto. Nacen en la tierra y terminan en el cielo. Seducen el alma con su dulzura, y sin embargo dejan en ella una melancolía profunda, como los astros dejan tras de sí una sombra infinita. Créese oír el lamento de un esclavo que explaya su alma en las más delirantes aspiraciones de libertad y tiene el cuerpo y la vida sujetos por una pesada cadena.
Sí; tienen esta mezcla incomprensible que no tiene ninguna otra música; son gritos de pena angustiosa, de dolor cautivo, de ausencias de soledades. Alegran y enternecen; buscan el germen de tristeza que hay en toda pasión.
No suelen nunca cantar las delicias y los triunfos del amor, sino sus celos, sus tormentos y sus dolores. Parecen escritas para atravesar los espacios y herir un alma, o llegar al cielo. Traen a la memoria la triste suerte del presidiario con la poesía que le da su desgracia cuando se adivina en su prisión un arrebato de celos o una venganza apasionada. Tienen más exaltación que sentimiento; más melancolía que frenesí. Unas veces llegan al amor platónico:
Querer por sólo querer. 
Querer como yo te quiero, 
querer sin verte ni oírte, 
ése es querer verdadero.
Otras son lúgubres como un funeral:
Al salir esta mañana
tropecé con un entierro, y
 dije: «Bendita sea
la paz que gozan los muertos»
le llevaba un fúnebre coche
camino del cementerio,
mientras que yo llevo sólo
un cadáver en mi pecho.
Jamás tienen la alegría de la jota, el vivo movimiento de la seguidilla, ni la fogosa imagen del amor que copian casi todos nuestros cantares populares. Son un gemido perpetuo, un dolor constante.
Todas las canciones populares suelen tener profunda significación, pero como éstas creemos que no haya ninguna otra. El juicio que los extranjeros han hecho de ellas nos lo demuestra claramente.
La frase hablada se convierte en música con el tono y el compás, así se transforma de letra en nota y de palabra en canto, dejando a la voz humana el timbre, que es su personalidad. Entonces las frases tienen, por decirlo así, cierto fuero atractivo y contagioso; arrastran lo que tocan como una corriente eléctrica, y toman, como las aguas y como los vientos, las sales y perfumes por donde pasan.
Después que han brotado de la voz o del instrumento se inspiran en el aire de los salones o en el estrellado cielo; adquieren nuevas vibraciones en las temblorosas hojas de los árboles, combinándose con su murmullo; se bañan en la pálida luz de la luna, empapándose en su melancolía; y se impregnan de encanto en los ojos de la mujer amada, llegando al alma modificadas con esas nuevas armonías y depositando allí todo su misterio.
Tal vez no rompen el silencio de la noche sino que se unen con sus misteriosos ruidos; se mezclan con su aliento, que alguna vez es sofocante hasta quemar la frente, y se combinan con sus incesantes murmullos; porque no hay nada que tenga más latidos en la quietud que la noche, ni más rumores en el silencio, ni más visiones en la soledad; así como no hay nada que tenga más luces, más resplandores, más astros y más estrellas en la oscuridad.
Es verdad que esas luces no hieren los ojos de la cara como los rayos del sol; ni esos murmullos producen un eco en los oídos como los ruidos del mundo; pero brillan y resuenan en el alma. Son
la música callada 
la soledad sonora
que oía el alma en las canciones de San Juan de la Cruz, y que le llevaban al éxtasis de un amor tan apasionado como delirante.
De este modo, uniendo y combinando todos los sentimientos, despertando cuanto habla, cuanto llora y cuanto ríe en el seno de la misteriosa naturaleza, la música establece una especie de concierto universal en que se comprende ese amor infinito de todo lo que Dios ha creado para amarse: así, el murmullo del libre río se une al del cercado bosque, aunque los separe una muralla; y el gigantesco y potente rumor del mar se une al mudo lenguaje del cielo, aunque los separe un infinito. Así, en esta inmensa y profunda vibración que todo lo conmueve, se encuentran las notas caminando unidas en un dúo, formando un acorde, prolongadas en un mismo o separadas como dos rayos que se besan y sigue su camino...
Extraído de la Revista Villena de 1996

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