PASODOBLE Por ALFREDO ROJAS
A la Banda Municipal de Villena; a «mi» banda.
Dispuesta está la banda, colocados los papeles sobre los atriles, abierto el guión. Una mescolanza de notas sueltas, independientes unas de otras, tiembla en el aire. Una escala descendente del saxo alto, que va cobrando fuerza a medida que alcanza las notas bajas; el punteado de los agudos de una trompeta, un flautín que festonea tres o cuatro sonidos ligados que se repiten velozmente. Mientras mosconean los graves del bombardino, dibuja el clarinete incansables arpegios que ascienden y descienden sin otra pausa que el levísimo respiro para tomar aire. Suenan los secos golpes de la caja mientras se aprietan los tornillos que tensan el parche, e hiende el aire la ondulante y quejumbrosa nota larga del oboe. Pero, de pronto, una vigorosa batuta enhiesta, una mano izquierda abierta en ademán autoritario, imponen silencio. Se engarabitan los dedos sobre los pistones y las llaves, se oprimen las boquillas y se miran rápidamente por última vez las alteraciones de la armadura.
Apenas unos instantes de silencio, de inmovilidad. Y de repente, con increíble justeza, al golpe exacto de la batuta, surge la llamada, alegre y viril, del metal claro, que traspasa el aire vibrante y sorprendido. Cuando se diluye la alegre frase, cuatro o seis compases a lo sumo, imponen los bajos el ritmo tranquilo y exacto. Vuelve el metal de nuevo a la llamada inicial, una tercera más alta, todavía más gallarda, con insolente desplante; y al acabar, nuevamente recomiendan cordura los graves, que descienden pausadamente a la fundamental. Y ahora fijan ya definitivamente el ritmo, a través de cuatro compases, con la complicidad de las cajas, que se adornan con el suave repiqueteo de los palillos. Aquietada con ello la alegre introducción, cobra ya identidad el pasodoble.
Piano, casi sin sonido, inician la melodía los clarinetes. Juegan al unísono con sus modulaciones transitorias, deteniéndose en la segunda, fingiendo la queja de un fugaz modo menor para volver al primitivo. Expuesto ya el tema, reinician la frase, dibujando nuevos giros melódicos para acabar, finalmente, sobre la dominante del tono.
Todo el tema va a exponerse de nuevo; retroceden los ojos en el papel buscando el inicio de la melodía. Esta vez todavía más piano. Y se levanta el contracanto, suave y aterciopelado, de los saxofones. Cada período de la melodía es contestada con el grave y acompasado contra-punto que ondula en las respuestas, imita las frases, las modifica, las complementa. Mientras, determinan el «tempo» los suaves «stacattos» de los bajos y las apenas advertidas síncopas de las trompas. Y ya, finalmente acordados el dúo de la melodía y el contrapunto, mueren ambos al unísono en la nota final sobre la tónica.
A la delicadeza de la exposición sigue el brusco contraste del fuerte. Todo el metal ataca ahora, brioso y bizarro, imponiendo su ley. Se crispan los oprimidos labios sobre las boquillas, se pulsan a golpes los pistones, suben y bajan, en largo recorrido, las llaves de los bajos; las frases fuertes son reforzadas por el estruendo de los platos, en alegre fanfarria. Rellenan las brevísimas pausas los recortes de las glosas de la madera, y toda la banda se lanza a la alegría del armónico estruendo. Y ya agotado el tema, acabada la intervención del metal, sosegada la alegre algarabía, hay una brevísima pausa, nunca abandonado el ritmo por la batería y los bajos. De nuevo se disparan las trompetas en la frase con que dio principio el pasodoble, que esta vez modula a su final y prepara, en un solo compás, el cambio de tono. Ya establecido, los bajos y las armonías aseguran la nueva tonalidad.
Empieza el trío. Los saxofones, suavemente, y los clarinetes, con su sonido de caramillo, inician la melodía del consabido trío en su exposición clásica: cuatro frases de ocho compases que van desvelando una melodía sin sorpresas, sujeta al control de los bajos, matizada por los suaves acordes de trombones y trompas. Mientras se desenvuelve, juegan sobre las llaves los dedos nerviosos del clarinete primero, que descansa ahora y se prepara para su decisiva intervención, enhiesto el silencioso instrumento sobre la rodilla. Reposa el metal claro, el bombo, los platillos, fijos los ojos de los ejecutantes sobre el papel. Y cuando nuevamente repite el trío, media parte después de iniciarse, todavía en el primer compás, arranca en brusca síncopa el clarinete con su glosa, en una apretada carrera de semicorcheas que suben y bajan, que repiquetean, que se esfuman en rápidos trinos sobre la parte débil festoneando el canto que se encoge, se esconde, mientras todos los demás, los que cuentan y esperan, contienen la respiración y escuchan atentos las rápidas notas del solista.
Ha terminado la melodía en una nota que se pierde, en contraste con el agudo final del clarinete. Y sin pausa, ataca el metal la transición modulante. Sube el sonido, la tensión, en brevísimos compases; se afanan los bajos, se oprimen las boquillas, traspasan el aire los agudos de la madera y, tras un «tutti» final, estallan los graves en la fundamental mientras clarinetes, trompetas, fliscornos, arrancan nuevamente con el trío, fuerte, vibrante, con el varonil contracanto de los saxos y bombardinos. Sube el trío triunfal; canta la banda alegre, sonora, olvidados los pianos, con el jubiloso son de los platos acentuando la parte fuerte; se sucede la segunda parte sin perder potencia y, en un estruendoso final, cierran los graves con tres golpes sonoros, rotundos y definitivos.
Extraído de la Revista Villena de 1982
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