22 ene 2025

DESCUBRIMIENTO ESTUPEFACIENTE CON HEROÍNA REVISTA VILLENA 1980

DESCUBRIMIENTO ESTUPEFACIENTE CON HEROÍNA
por: JOSÉ SERRANO MARTÍNEZ

Hay hombres que no descubren nada. Normal.
Ciertas mujeres se descubren demasiado. Anormal.
Algún político cree haber descubierto la solución. Subnormal.
La siguiente tentativa de novela gira alrededor de una recia figura humana, que aunque personalmente no hizo ningún descubrimiento, descubrió la manera de que descubrieran los demás.
Todo empieza al pie de nuestro monte «El Castellar». En una casa de campo del «Zaricejo», una criatura va a nacer de un momento a otro. Estamos en la Edad Media, al final de ella, o sea, que sin pecar de eróticos, podemos decir que estamos al final de la «media»...
Es primavera, abril, 22, de día. Llueve mucho (cosa rara). La tormenta amaina. Retumba un lejano y epilogal trueno. Para de llover (ya nos extrañaba). El sol parece que va a asomar por entre las nubes... No, no sale todavía. Pues sí, parece que sí, que va a salir... pero no, no se decide. Ahora asoma un poco, un poco más y sale definí... ¡Vaya!, se oculta de nuevo. De pronto sale de golpe.
¡Ya era hora!
Con augurios tan indecisos se puede vaticinar lo que va a nacer.
—¡¡Es una niña!! (¿Lo ven?)) ¡¡Es una niña!!, grita contenta una mujer que sale de la casa con un balde en la mano. Se oye un histórico berrido.
—¡Buen galillo!, exclama un viejo que hace soga debajo de un cobertizo de cañas.
Junto al pozo hay un hombre joven: es el padre. Se llama Juan y es de la familia de los «Segundos». Está muy nervioso y mastica feroz un pedazo de sarmiento. Al oír a la mujer quiere decir algo, pero se le atraganta el sarmiento y se queda sin respiración. Su cara toma un delicioso tono magenta que suavemente se funde a un azul pantalón vaquero (viejo), sube hasta el azul camisa (vieja), pasa al morado túnica de nazareno y acaba en un amarillo céreo ecuménico. Gracias a un providencial ataque de tos, tira el sarmiento y su faz recorre todos los matices antes citados, pero en orden inverso, hasta adquirir su tono normal. Estos cambios coloristas se dan también en algunos políticos de nuestros días, pero sin sarmiento.
Dejemos a Juan «Segundo» recobrarse de los duros tragos de la vid de la vida y sigamos.
A la niña le pusieron de nombre Isabel. Y pasaron los años. Cuando tuvo uso de razón (hay gente que la tiene, pero no la usa), se plantó en jarras en la puerta de su casa y mirando con los ojos entornados a su alrededor y al nuestro (hacia Villena), murmuró por lo bajines: —¡Todas esas tierras que veo serán de una servidora!
Cumplió la promesa. Con gran astucia administrativa y no menos inteligencia posesiva, fue comprando finca tras finca. Con el tiempo, toda la comarca era suya, y la gente la llamaba «la Reina del Castellar». Su expansión cesó al llegar a Villena y topar con las tierras del Marqués, que, naturalmente, no quiso vender.
A su debida edad —Isabel era muy Católica— se casó con un terrateniente llamado Fernando que vivía en la otra parte de Villena y era el Señor de todos los parajes del «Morrón». Todavía se recuerdan las fastuosas bodas de Isabel «del Castellar» y Fernando «del Morrón».
Unidas las fuerzas de ambos, atenazaron al Marqués por los flancos, el cual, viéndose acosado y para salvar sus tierras, se hizo fuerte en el Castillo «de Salvatierra» (lógico). Pero no le valieron coplas. El Castillo fue destruido (aún pueden verse las ruinas) y el Marqués perdió, para su desgracia, todas sus posesiones.
Repitiendo esta táctica, Isabel y Fernando se hicieron dueños de toda nuestra curtida piel de toro —o pellejo de vaca, según se mire.
Ambos esposos vivían santamente, que lo católico no quita lo terrateniente. El señor «del Morrón» se ocupaba de sus labores de laboreo: sembrado, es-cardado, regado, cosechado... y de coger caracoles, su deporte favorito. No en vano figuraba en su escudo de armas media docena de caracoles serranos rampantes en campo de gules.
Para ella, en cambio, los negocios eran su fuerte: prestado, hipotecado, abogado, juzgado, limpiado...
La gente, que se mete en todo, murmuraba, en plan partidista, que si el «Morrón» era mejor que el «Castellar», que si Isabel era más inteligente que Fernando, que en dinero tenía más monto; en caballos, más monta; en caramelos, más menta; en abrigo, más mantas, y en terrenos, más monte. Los Católicos esposos terminaron estas rivales discusiones con la invención del lema «TANTO MONTE, MONTE TANTO...». Dejamos la histórica frase sin acabar para dar ocasión al culto lector a su lucimiento personal.
El mismo año en que Isabel inició su reinado, 1474, y para conmemorarlo, construyó en la «Virgen» un santuario junto al monasterio de franciscanos que allí había. Ningún día del voto faltó a la peregrinación, siempre aclamada por sus amados súbditos.
Menos cuando salía de viaje por motivos de estado, siempre residía en Villena, en la calle de Doña Isabel, naturalmente, un poco más allá del Banco Hispano.
Un día, inesperadamente, en su inquieta cabeza surgió la pequeña pavesa de una idea, que en la oscura monotonía de la vida diaria destacó vivamente. Su apasionada y levantisca imaginación avivó la diminuta brasa que se inflamó hasta iluminar totalmente su inteligente cerebro desplazando todos sus otros pensamientos. La idea se convirtió en proyecto, en genial y sublime proyecto. Ya verán.Estando nuestra heroína con el prior en el patio del monasterio uno de esos días del Voto, vio entre la gente a un buen amigo suyo: el «Culón», famoso constructor de galeras, y ordenó al prior: —Oye, fray Juan
Pérez, tráeme a Cristóbal «Culón». Quiero hablar con él.
Pronto volvieron el prior y el solicitado, que saludó respetuosamente:
Majestad...!
La Reina lo contempla fijamente, le pone la mano sobre el hombro con gesto amistoso, y con aire solemne le dice:
Amigo Cristóbal, ¿a ti te gustaría ser famoso?
—A mí, lo que me gustaría es que fuera el día cuatro —contesta. (Observen la infantil obsesión que aún perdura).
—Pues algo de eso vengo a proponerte: una especie de desfile histórico-marítimo-festero.
¿Tú no perteneces a la comparsa de «Marineros»?
—Sí, Majestad, pero me voy a pasar a la de los «Americanos».
—Pues tanto mejor, hombre. Precisamente voy a proponerte que vayas a descubrir América.
Cristóbal «Culón» se queda un tanto dudoso y se lo hace saber a la Reina:
¿Tú crees que merece la pena?
Isabel también duda.
—Pues hombre... a plazo corto creo que sí. Después... ¡cualquiera sabe...!
—¿Y las «perras»?, ¿tienes bastante dinero?, le pregunta Cristóbal.
Isabel queda sorprendentemente sorprendida y reconoce:
No había pensado en ello: algo me queda, y lo que falte, se pide. (Actitud muy femenina: piensa en gastar, pero no sabe si puede).
—¿A quién?, pregunta Cristóbal.
Isabel, improvisando:
—Pues..., se lo puedes pedir a Juan.
—¿A qué Juan? —A Juan Rico. —No caigo.
—Sí, hombre. Ese que tiene la casa de campo cerca del «Salero» de Requena.
¡Ah, sí! Ese sirve, dice Cristóbal, y continúa: —Del barco me tendré que encargar yo, ¿no?
—Claro, afirma Isabel. Mañana mismo te pondrás a trabajar. Hace falta un barco de tres velas. Busca madera y especialistas.
No le costó al futuro navegante encontrar gente para construir el barco, ya que en nuestra ciudad siempre ha habido especialistas en madera, sobre todo de roble, que hace buen vino.
—Mañana ven a verme y te daré mil doblas para los primeros gastos.
Cristóbal replica rápido:
—Dobla, dobla, tira la dobla y dobla las doblas al doble. Necesito por lo menos dos mil.
—Sea, dijo Isabel. Y al día siguiente se iniciaron los trabajos.
El dinero de Juan Rico se acabó pronto. Para terminar el navío se tuvo que organizar una rifa. (Este ha sido siempre el procedimiento utilizado en nuestra nación para financiar cualquier empresa cultural). La Reina ofreció para el sorteo su preciosa batería de cocina de múltiples ollas y cacerolas, regalo de boda de su padre, Juan «Segundo». La historia ha falseado los hechos y le han dado otra interpretación a las «ollas» de Isabel para financiar la empresa.
Cuando el casco del barco estuvo terminado, se botó en el «Hoyo de la Virgen», y se llevó a la «Acequia del Rey» para proceder a las pruebas de navegación en línea recta, que para eso fue construida. De este modo, la susodicha acequia hacía el papel de taca-taca, pues el piloto llevaba el barco derecho o se llevaba por delante el carrizo de las orillas.
Al entrar el buque en el agua, escoró de un costado y no se pudo poner derecho.
¿Qué es lo que ocurre?, preguntó la Reina alarmada.
Cristóbal «Culón», después de observar un rato la doblada nave dijo con tristeza:
Lo que le pasa a este barco es que no tiene babor.
La Reina quedó sorprendida de asombro (ahora con razón) y le inquiere:
—¿Pero cómo se te ha olvidado ponérselo?
—Perdona, mujer, pero con las prisas...
Isabel ordena:
¡Presto, salid a buscar un babor!
Cristóbal, muy serio:
La verdad, Majestad, es que no está la cosa como para pedir «babores».
Isabel, nerviosa:
—Pues recurrid a los amigos.
Cristóbal, sentencioso:
—Si le pides un «babor» a un amigo, pierdes el amigo y el «babor», que siempre se ha dicho.
Súbitamente piensa Cristóbal que en el Palacio tienen la solución, a saber: el «baborito» de la Reina, que aunque no es de tamaño natural puede servir. Efectivamente, en cuanto lo llevaron al barco para probarlo, la Reina, satisfecha, dijo:
—¡Vale!, exclamación todavía en vigor.
Una vez el casco a punto había que pensar en el aparejo y en el velatorio, o sea, las velas. En las tres velas, como era costumbre en aquella época, se pintaron por orden de tamaño unos temas que simbolizaban: en la primera, la fe, con la imagen de la Virgen «Santa María»; en la segunda, como símbolo de nuestra ciudad, la cara del «Orejón», con su extraña «pinta», y en la tercera, el número 15, la «niña» bonita, fecha de la gestación del proyecto.
Mientras el piloto hacía prácticas para sacarse el carnet de conducir, se procedía a contratar a la tripulación y a preparar las provisiones. La lista de los tripulantes está en nuestro archivo particular a disposición del que la solicite.
Como es lógico, se pidió una representación a cada comparsa, menos a los «Piratas», que los pescaron en el Caribe.
La plaza de vigía se le concedió a Pepico Mira —el del Bar—, y no a Rodrigo de Triana, como dicen por ahí.
Como dato curioso citaremos la relación de las provisiones para el viaje:
Una docena de huevos; litro y medio de aceite; medio kilo de azúcar, una gaseosa de papelico; una taza de agua; harina, la que admita... (pedimos perdón a nuestros lectores, ya que, por error, estábamos dando la receta de una torta catalogada entre los documentos privados de la Reina. Desconocemos su nombre, pero debe ser una «torta secreta». Cosas de estado, ustedes lo comprenderán. La auténtica lista de provisiones era la siguiente):
4.547 litros de vino peleón
1 botella de agua mineral, vacía, con una cañica
25 sarrietas de habas tiernas
1 saco de sal
3 barriles de olivicas del cuquillo
1 saco de alubias para jugar al truque
20 barajas
300 kilos de toñina de zorra (con perdón)
2.065 litros de anís paloma
500 kilos de bicarbonato
1 botijo de agua (lleno)
Una vez aprovisionado el barco y comprobada la lista del pasaje, no había motivo para esperar más. La singladura prevista era: punto de partida, el «Hoyo de la Virgen»; navegar por la «Acequia del Rey» hasta el Vinalopó, y por éste, hacia su desembocadura en el puerto de Polas (no de Palos), hoy conocido como Santa Pola.
En ese puerto fue congregándose poco a poco una gran multitud: los Monarcas, las autoridades, los invitados y una masa ingente de expectantes espectadores.
Hay cierta tensión en el ambiente. Se dan y se reciben los últimos consejos y recomendaciones. La Reina, por último, le pide al gran navegante:
—Cuando lleguéis a América, que no se os olvide de haceros una foto en la playa con el pendón.
—Bien, Majestad. Pradilla, el reportero gráfico se encargará de ello. Daré la orden. Y, a propósito, cuando nos acerquemos a América, según se navega, ¿hacia dónde nos dirigiremos? ¿Al «Centro», a la «Izquierda» o a la «Derecha»?
Isabel, indiferente, revisándose las uñas:
—Es igual, en todas partes hay indios...
Cristóbal, un tanto mosca:
—¿Has dicho indios? ¡Mala barraca!
Isabel, quitándole los temores:
—También hay indias.
A Cristóbal «Culón» le brillan los ojos maliciosamente y pregunta ansioso:
¿Muchas?
—Sí muchas, le aclara la Reina.
Y el Almirante de la mar océano coge los rollos de mapas de navegar y, loco de alegría, sale corriendo hacia el barco, se sube al puente y extendiendo el brazo derecho, con su respectivo índice también derecho, señala hacia allende y grita desaforado y con «frivolidad»:
¡¡A las indias!! ¡¡A las indias!!
A continuación todo se sucede de prisa. Se oyen órdenes:
—¡Soltad amarras! ¡Virad un cuarto! ¡Avante toda! Los vientos favorables del Este del ese y del aquél hinchan las velas. El barco se mueve. Suena la Marcha Real. Vuelan cohetes. Retumban tracas. Culebrean serpentinas. Llueven confettis... Los ojos se humedecen. Las bocas se secan. La Reina, emocionada, les dice adiós. Todos gritan, todos vitorean a los valientes que sienten nudos marineros en sus gargantas. Mientras tanto, el Gran Navegante, en el puente de mando, con el brazo extendido todavía, quieto, mayestático, dominando a todos con el gesto como un monumento vivo...
El barco se aleja poco a poco y desaparece en lontananza.
La expedición, como es sabido, llegó a América sin novedad. Se hicieron las fotos de rigor. Estuvieron conviviendo con los nativos y las nativas una temporada.
Un buen día, Cristóbal les dijo a sus gentes:
—Vámonos, que aquí se querrán acostar.
Hizo avisar al piloto, y una vez en su presencia, le preguntó en qué estado se encontraba el barco. El piloto, después de consultar el cuaderno de bitácora informó:
—Nos falta una vela, la del Orejón, con su extraña «pinta».
—Con esa no hay que contar, aclara Cristóbal. Una expedición de colonos la lleva como estandarte y se dirige a la ruta del «Oregón» en Norteamérica.
El piloto continúa:
La quilla se ha movido de sitio y hay que sentarla.
Me parece razonable, confirma «Culón», para eso son las «quillas», para sentarlas; así que cojan la «quilla» y siéntense. ¿Qué más?
El piloto sigue leyendo:
—Y por último. La cubierta está muy desgastada y la cámara de mando tiene un agujero.
¿Qué hacemos con ellas?
Cristóbal soluciona rápidamente:
—Cambiar la cubierta y ponerle un parche a la cámara. Así quedará el casco útil.
Y así fue.
El viaje de regreso se acaba y nuestra novela también.
A la llegada, el Rey, gallardo, les da la bienvenida. La Reina los recibe a todos con los brazos abiertos y el corazón encogido. Ella ha sido la motora, la fuera borda, la voluntad que impulsó hacia lo desconocido a unos grandes hombres y a un pequeño barco que ahora regresa como obediente «boomerang»» sabiamente lanzado. Retorna cargado de regalos, de éxito, de futuro. Futuro imperfecto si se quiere, pero futuro al fin.
Para celebrarlo, la Reina, rompiendo el protocolo, los invitó a todos a comer con ella. Se celebraría una magnífica gazpachada en la Virgen, bajo los pinos. Las gentes, delirantes de alegría, saltaban de contento por todas partes, mientras cantaban:
—¡Qué bien, qué bien! ¡Hoy comemos con Isabel!
Extraído de la Revista Villena de 1980

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