21 may 2022

1988 ELLOS, LOS VALENCIANOS

ELLOS, LOS VALENCIANOS
Pocos discutirían que el problema de los nacionalismos es uno de los más inquietantes, y a la par más sugestivos, de cuantos conforman el debate político español en la actualidad. La Constitución española de 1976 creó la novedosa figura de las Autonomías para resolverlo pacíficamente. Sin embargo, hay abundantes signos de que el modelo autonómico no está definitivamente asentado; basta recordar la propuesta federalista de los socialistas catalanes en el último congreso de su partido o las seculares tensiones centrífugas de la periferia y su resistencia a hablar de «España» como grupo propio, junto a los separatismos violentos no erradicados todavía. Releer las palabras de Ortega y Gasset en La España invertebrada puede servir para comprobar que, en todo caso, el problema no es nuevo:
«A este fenómeno de la vida histórica llamo yo particularismo y si alguien pregunta cuál es el carácter más profundo y grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra (...). La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás. No le importan las esperanzas o necesidades de los otros y no se solidarizará con ellos para auxiliarlos en su afán».
No es éste el lugar adecuado para discutir sobre lo acertado o no del diagnóstico orteguiano, pero existen abundantes síntomas de la presencia de este fenómeno, y las palabras de Ortega siguen teniendo valor polémico. Además, resulta tristemente chocante que en la época de la tiranía de las multinacionales, en la que las directrices gubernamentales de todos los países se ajustan disciplinada y resignadamente a los fríos dictados de la todopoderosa Trilateral, España se descomponga en multitud de disgregadoras rencillas internas. Los contendientes se disputan una soberanía nacional que no existe más que en su imaginación, presa de desfasados esquemas históricos. Esperemos, no obstante, que de estas peleas familiares surja antes o después una unión más fecunda y auténtica.
Lo que nos proponemos aquí no es abordar esta espinosa y compleja cuestión de modo general, pues eso está por encima de nuestras posibilidades, sino tan sólo aportar algunas reflexiones sobre cómo tal situación afecta a nuestro particular microcosmos. Es ésta, en efecto, una problemática en la que nos vemos inmersos de un modo involuntario, pero que en manera alguna nos es ajena.

Hay que señalar, para empezar, que hemos sido incluidos en una autonomía, la valenciana, cuyo rasgo más sobresaliente es su ambigüedad e indefinición política: «De impura natione» es el revelador título de un conocido y reciente ensayo (premio «Joan Fuster») de unos investigadores valencianos que la definen de ese modo. En el mismo, haciendo de la necesidad virtud, se propone la tesis de que lo impuesto históricamente, el mestizaje, es —fatalmente, y así ha de ser aceptado si se quiere resolver definitivamente el dilema valenciano— el rasgo constitutivo y definitorio de la personalidad política de la autonomía valenciana. Un ejemplo próximo de lo anterior lo tenemos en Villena: nosotros somos «lo impuro» de esta «natione». Como es bien sabido, por otra parte, la actitud del vecino de Villena con res-pecto a «lo valenciano» es autoexcluyente. Por encima —o por debajo— de distribuciones administrativas y repartos autonómicos en Villena se habla de lo «valenciano» en tercera persona. Así, decimos que éste o aquél son «valencianos» señalando de ese modo una diferencia esencial con nosotros que somos otra cosa distinta: aunque no sepamos muy bien qué. En esta automática discriminación no suele haber beligerancia alguna. Es, simplemente, el reconocimiento de una diversidad por cuyo origen nadie se pregunta, pero cuya palmariedad resulta innegable. Y, sin embargo, somos, en algún sentido al menos, «valencianos». La ambigüedad del término y lo confuso de la coyuntura salta, pues, a la vista.
Desde una posición frontal a la tesis anterior, Joan Fuster —uno de los escasos ideólogos del nacionalismo catalanista valenciano—, adelantaba en su libro Nosotros, los valencianos (1967) un exhaustivo análisis del problema nacionalista en la región valenciana, de plena vigencia en nuestros días. En él, tras la identificación romántica «pueblo-lengua-país», defiende la tesis de que el País Valenciano forma parte de una extensa unidad suprarregional «Los Países Catalanes», a la que debe retornar eliminadas las adherencias e impurezas:
«Nuestra realidad regional tiene su lugar dentro de la comunidad idiomática catalana, como lo tienen las realidades regionales del Principado y Las Islas. Llamarnos valencianos es, en definitiva, nuestra manera de llamarnos «catalanes». Ni la sostenida intrusión castellano-aragonesa, ni el hibridismo étnico, han podido desfigurar esta primera autenticidad. (...) El País Valenciano continúa siendo un hecho catalán en su realidad más radical. Sin que nunca haya habido discriminación deliberada alguna, los valencianos no catalanes han sido en la práctica, unos valencianos marginales secundarios.»
Para Fuster la segregación de las comarcas no catalanas es un hecho inapelable dado lo inútil de intentos asimiladores o integradores, y resulta necesario un proceso depurador que coloque a cada uno en el lugar que le corresponda:
«Nos guste o no nos guste, el hecho es que hay dos clases de valencianos imposibles de fundirse en una sola. Por otra parte, esto supone un estorbo para los valencianos de la zona catalana en la dirección que debería ser su único futuro normal: los Países Catalanes en tanto que comunidad suprarregional donde ha de realizarse su plenitud de "pueblo" (...) en una redistribución utópica pero racional de los pueblos peninsulares, las comarcas no catalanas del País Valenciano tendrían el lugar justo en las demarcaciones limítrofes con las que conservan una profunda afinidad: Aragón, Castilla, Murcia.»
Existen pues unos valencianos de segunda clase, marginales. La propuesta fusteriana es clara y la comparte un minoritario pero influyente sector de la clase política valenciana —el grupo de Ciscar, entre otros, en el partido socia-lista—, además de muchos intelectuales y miembros de las clases medias urbanas; los otros valencianos, los de verdad. La seducción de una Cataluña culta y rica, y la búsqueda de unos orígenes que les proporcionen unas señas de identidad de las que se sienten huérfanos, ejercen una intensa influencia sobre estos desubicados valencianos.
Nada tenemos que objetar a esa pretensión que nos afecta plenamente, si se expresa y defiende a través de cauces legítimos. Tal vez esa unificación —segregación con la que algunos sueñan sea la solución definitiva al problema político fundamental de esta comunidad (desgarrada, además, por localismos, cantonalismos históricos y provincialismos bien conocidos— piénsese, por ejemplo, en la distribución de los grupos de poder en el PSOE-PV durante el último congreso): su indefinición, su dualidad. Indefinición en los nombres: comunidad, país, reino; en los símbolos: cuatribarrada y «blaveta»; y, fundamentalmente, en las lenguas: (¿valenciano?), catalán, castellano.
Dudo, con todo, que tales propósitos se materialicen en la realidad política. Hasta el momento ningún partido mayoritario defiende programáticamente las tesis pancatalanistas. Por el contrario, existen grupos influyentes que extraen la fuerza de su explícito anticatalanismo, como Unión Valenciana. Ello, no obstante, no hace ilegítima la propuesta que, si no enunciada en los idearios, está presente en la mente de muchos valencianos. Quien piense de ese modo, que lo exprese y lo defienda donde corresponda.
Lo que de ningún modo nos parecería honesto es que se renunciase al debate político sobre la segregación o la reunificación por considerarlo un asunto escabroso y, al mismo tiempo, se practicase una inconfesada estrategia de segregación económica y cultural de las comarcas no catalanas. Sería éste un intolerable y vergonzoso nacionalismo de mercachifles que agita las banderas y entona los cantos patrióticos con el único fin de dar el mayor bocado posible al presupuesto. El mismo que Fuster denunciaba con otros protagonistas en la obra citada:
En el fondo de esta maniobra contra la valencianidad «catalanidad» —de Alicante (se refiere a la denominación «Sureste») y sus alrededores sólo hay unos mediocrísimos intereses financieros.»
Y esto es, en buena medida, lo que parece estar ocurriendo, desgraciadamente. No es ningún secreto que las subvenciones de la Generalidad, los reportajes de Aitana, las noticias de los diarios y, en definitiva, la atención de los políticos, tienen unos protagonistas preferentes; y no somos nosotros. Hay numerosos ejemplos, conocidos por todos, que nos ahorran la tarea de entrar en detalles.
La posición de Villena es, además, especialmente desafortunada en el conjunto de las comarcas no catalanas, y ello por varios motivos. En primer lugar, porque no ha pertenecido jamás al Reino de Valencia (algo que sí ha ocurrido con Orihuela, por ejemplo, en donde, por otra parte, el furor segregacionista de los oriolanos está dándoles muy buenos resultados, a juzgar por las frecuentes visitas de las autoridades valencianas). En segundo lugar, porque nunca ha hecho ningún esfuerzo por asimilarse a los vecinos a costa de su propia identidad. Este es un hecho que Fuster lamenta en su Guía del País Valenciano (Destino) y que valora como positivo en Utiel y Requena:
«Sólo por una decisión burocrática quedó incorporada Villena en 1836 a la provincia de Alicante. Nosotros, respetuosos con las veleidades cartográficas de la Administración, aceptaremos Villena como parte del País Valenciano; por lo menos a efectos de este libro (...) Desde entonces los requenenses han realizado verdaderos esfuerzos por sentirse valencianos, y hasta cierto punto lo han conseguido (..) No ocurre lo mismo con Villena. Villena se mantiene impenetrable: manchega.»
Lo contrario, es decir, que los valencianos renunciasen a sus rasgos catalanes, le parecería, sin ninguna duda, abominable al señor Fuster. (Nuestro llorado Sebastián García Martínez refutó en esta misma revista lo de nuestra «pureza» manchega resaltando el carácter mixto de Villena). En segundo lugar, Villena ha sido identificada, a menudo, con el odiado centralismo castellano contra el que el débil nacionalismo catalanista valenciano se afirma. Fuster por su parte no duda en proporcionar a sus acólitos, cuando tiene ocasión, una imagen antipática de Villena: «postizo impertinente», «castellana, en el mal sentido de la palabra», etc. Todo ello agravado por una circunstancia particular: el desinterés de los representantes políticos villenenses —y de sus representados— por realizar un análisis serio de esta problemática. Hecho que no hace sino aumentar de modo alarmante nuestra indefensión ante la efectividad de los argumentos de los contrincantes.
Y, sin embargo, independientemente de su pasado histórico o de su lengua materna, Villena participa como los otros pueblos valencianos en el mantenimiento de las instituciones políticas y administrativas valencianas desde hace más de siglo y medio. Una parte del sueldo del señor Lerma sale de nuestros bolsillos. También el puente de Alcoy o los salarios de los profesores de valenciano que enseñan lo que llaman impropiamente, al menos mientras ésta sea una comunidad oficialmente bilingüe, la «nostra llengua». Asimismo, las aguas que fecundan y abastecen las comarcas «catalanas» del Bajo y Medio Vinalopó proceden de nuestros «castellanos» acuíferos implacablemente sobreexplota-dos. Nada más lógico que exigir, en justa correspondencia, un trato igualatorio —que no igualitorio— con nuestros coadministrados. La ingenua cazurrería chovinista de algunos de nuestros paisanos tiene eficaz contrapartida en el interesado uso chovinista de las instituciones por otros. Sólo que salimos perdiendo nosotros.
Es menester no olvidar, para terminar, que esta cantinela del «ellos» y el «nosotros» que forma el ideario nacionalista, simplifica la realidad e ignora aspectos de la misma distintos del meramente lingüístico: situación económica, ideología política, creencias religiosas, lazos familiares, etc., que constituyen una sólida y probablemente más poderosa trama, además de —o a pesar de— la lengua.
(Confieso, por mi parte, que el ardoroso y estrecho discurso nacionalista, abocado a localismos minúsculos y a racistas abertzalismos— al menos ésa es la dirección que parece haber tomado últimamente— me deja frío. Considero preferible, tanto desde el punto de vista moral, como desde un punto de vista político realista, hablar en términos de solidaridad y cosmopolitismo.)
Desconozco cual será la solución de esta compleja cuestión y no deseo entrar en la discusión de si sería más conveniente la integración en otra comunidad, a seguir siendo los parientes pobres y olvidados de ésta, indudablemente más próspera que las circundantes. Imagino que las circunstancias por sí solas, al margen de idearios y programas, terminarán por imponer su solución; si es que no la han impuesto ya.
Villena no ha formado parte histórica del Reino de Valencia; tampoco del País —«pueblo» Valenciano. Falta saber si su integración en la Comunidad Autonómica Valenciana será definitiva. En los términos de la misma no se puede, en ningún caso, relegamos a un plano de inferioridad y marginación como parece estar ocurriendo de modo progresivo. Este injusto favoritismo que practica el centralismo valenciano, puede producir una aberrante radicalización de las posturas y una dinámica de odios y agresividades entre vecinos al generar sentimientos de despecho y aislamiento. Lo lógico es un trato justo y respetuoso. No es defendible ni una asimilación entreguista, ni una absoluta impermeabilidad (ninguna de las dos cosas ocurre ni ha ocurrido casi nunca, por otra parte). El respeto mutuo, el intercambio sin prejuicios y el reconocimiento de las diferencias han configurado, en mi opinión, la actitud tradicional de nuestras gentes. La misma que ahora debemos exigir a propios y extraños con especial energía y sin complejos.
FRANCISCO ARENAS FERRIZ
Extraído de la Revista Villena de 1988

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