EN LA PROVINCIA DE LA PROVINCIA
UN APUNTE SOBRE LA VIDA RETIRADA
Por ANGEL L. PRIETO DE PAULA
Yo, por mi parte, no corro cuando puedo ir al paso, a pie, y enterándome del camino, ¿Que recorro poco espacio? ¿Y qué? Todo pedazo de espacio es infinito dentro de sí.
(M. de Unamuno, Andanzas y visiones españolas)
Permítaseme comenzar estas líneas con una obviedad: hoy el hombre viaja más que nunca. Y seguir con una parad*: pero tal vez nunca ha habido menos viajeros que ahora. Viajeros eran los peregrinos del Medioevo, que «hacían» su camino —no sólo lo recorrían— tras cualquier quimera religiosa o caballeresca. O los estudiantes del Renacimiento. Unos u otros compartían una patria que brincaba sobre las bardas del corral propio. Un humanista de Florencia se sentía hermanado a uno de Alcalá, y ese hermanamiento era el auténtico territorio de la patria común.
El viaje permite enriquecerse con savia ajena; pero el habitual viajero de hoy es sobre todo un «viajante»; más que viajar, se traslada. El turista no absorbe lo externo: lo neutraliza. Puede, sí, asomarse a la sabiduría milenaria de otra cultura, pero enseguida la incorporará a los compartimentos de su mundo pequeñito y ramplón, fijando toda esa grandeza en uno película que proyectará al regreso para explicar a sus amistades que «él también ha estado allí». Extremando la idea, diría que hoy se viaja no para viajar, sino para haber viajado. Esto es: para adornar el salón de la vida, tras el retorno, con un nuevo trofeo. La contradicción es evidente: se habla de viajes «organizados» (pues no es el viaje una aventura, siquiera espiritual?) y de itinerarios previstos («pre» y «vistos»: vistos antes de verlos).
A principios de siglo ya hablaba Unamuno de esas mujeres de alcurnia que trataban de espantar su hastío viajando de un lugar a otro. Procuraban así matar el tiempo. («Matar el tiempo»: una bravuconada de fanfarrón, decía Gómez de la Serna; ¿o es que no es el tiempo el que nos mata a nosotros?). Para el escritor, las tales damas no eran «topófilas», sino «topófobas»: no amaban el lugar al que iban, sino que odiaban el lugar del que partían. Algo parecido a lo que les ocurre a esos millonarios con «spleen» para los que divertirse consiste en cambiar con frecuencia de aburrimiento.
Huir de donde uno está para «encontrarse» es práctica que tiene muchos adeptos. Esa es, me parece, una de las razones que explican el afán actual de viajar. Se supone que, arrancándonos de nuestra costumbre, podremos también desprendernos de nuestras enfermedades espirituales.
Quizás parezca extraño lo que voy a decir, pero a ciudad populosa funciona, según creo, como un sustitutivo del viaje. El habitante de una megalópolis vive expuesto, al menos en su ficción mental, a lo imprevisto. Supone que su puerta queda abierta a experiencias distintas, personas nuevas, situaciones desconocidas. Acaso considera que lo más exquisito es lo que aún no ha probado. Suele combatir el aburrimiento mediante la «diversión» (verterse al exterior), que es un modo de viaje asequible a todos. Frente a él, e hombre que escoge «la provincia de la provincia» renuncia de antemano a lo desconocido: los lugares que visita son los mismos, similares las situaciones, sus amigos los de siempre. Su vida exterior resulta perfectamente previsible. Desde Salamanca, recordaba Unamuno al poeta inglés Thomas Gray, quien, refiriéndose a sus monótonos días en Cambridge, otra pequeña ciudad académica, escribía: «Cuando has visto uno de mis días, has visto el año entero de mi vida; van dando vueltas como el caballo ciego en el molino». Más adelante, apostilla Unamuno: «Y recordé a Descartes filosofando en la soledad de su estufa, a Spinoza encerrado en su cuarto de soltero de Ámsterdam, a Kant cumpliendo su vida ordinaria con la regularidad de un caballo de noria en su académica Königsberg».
La ciudad desde la que redacto estas líneas no es, desde luego, una ciudad académica. Tanto da. No es una ciudad grande. Alguna vez he dicho (nadie va a molestarse en medir la exactitud de mi afirmación) que vivo en una ciudad que tiene los mismos habitantes que la Atenas de siglo V. Me paro a hablar con muchas de las personas con las que me tropiezo. No tengo la certeza de conocer a algún Sócrates. Tampoco sé si, de haber tratado al auténtico, o hubiera «reconocido». Me acojo a una monotonía que me resulta grata. Creo, con Unamuno, que «las pequeñas ciudades tranquilas... son las más a propósito para una íntima vida de concentración espiritual». El marco no hace el cuadro, pero un lugar pequeño, por suficientemente conocido, impide que nos distraigan los brillos de la novedad con la que engañamos nuestra vida. Recuerdo a Montaigne, para quien todo el mundo cabía en su ciudad de Burdeos, de la que fue alcalde. Lo imagino compaginando sus reflexiones sobre el yo con las preocupaciones municipales sobre normas de sanidad pública. Cuando hasta Burdeos le desbordaba, se encerraba en su buhardilla, que era como una reproducción a escala del universo. Bajo esas vigas de madera vieja, entre libros y objetos personales, apenas escucharía el rumor del exterior. Alguna vez pensó que incluso la buhardilla era una imagen del mundo demasiado grande; y entonces miraba hacia su interior y escribía: «Lo que a mí me pasa: ésa es mi física y hasta mi metafísica».
Parece que el hombre, para lograr esa serenidad que es lo más parecido a la felicidad, debe habituarse a la monotonía. De la felicidad habla Bertrand Russell le conquest oí happiness), que defiende la monotonía en que pasaron su vida, o buena parte de ella, Marx, Darwin, Kant o Sócrates, quien «pudo asistir a banquetes y sacar un gran partido de sus conversaciones mientras hacía su efecto la cicuta; pero la mayor parte de su vida vivió tranquilamente con Jantipa, dando un paseo por la tarde y encontrándose probablemente pocos amigos en el camino». La alegría a que nos conduce esa monotonía suele exigir un esfuerzo intenso, y está más allá de placer inmediato. El ritmo de la naturaleza es pausado, y debemos acomodarnos a él: «una generación que no sepa soportar el tedio será una generación de hombres pequeños, de hombres indebidamente divorciados del proceso lento de la naturaleza». El tedio provechoso permite apreciar el renacimiento del mundo en abril o mayo, la belleza de un largo invierno, la sazón de la uva, el paladar del vino. Otra cosa es el «fastidio universal» del que hablaban los románticos, y que suele estar relacionado con el alejamiento de tierra. Anulamos o disfrazamos hoy la naturaleza, empezando por sus propios ciclos estacionales: pretendemos no sentir frío en el invierno ni calor en el verano. Eliminamos el olor del cuerpo, despistamos el dolor y tratamos de ignorar la muerte. Cita Russell algún preclaro ejemplo de Shakespeare, quien hace que sus personajes vivan de verdad, atentos al detalle en el que se nos entrega, entero, el milagro de la naturaleza: «Oye, oye la alondra».
Quizás haya sido Azorín el escritor español que mejor ha captado ese latido íntimo de la vida que pasa, profunda y sin hacer ruido. En Un pueblecito (Riofrío Ávila), nos acerca a la vida «por dentro» de un cura a fines del XVIII, en un rincón de la provincia de Ávila. Las páginas finales de los pueblos, añadidas tras la primera edición, son un ataque sutil a quienes miran sin ver: «Todo merece ser vivido en la vida; no hay nada que sea inexpresivo, que sea opaco, que sea vulgar a los ojos de un observador. Si vosotros afirmáis que este pueblo es gris y paseáis por él con aire de superioridad abrumadora, yo os diré que la superioridad y la monotonía no están en el pueblo, sino en vosotros». Palabras que me recuerdan a las que, por los mismos años, escribiera Rilke a un joven poeta que le pedía consejo: «Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no es bastante poeta como para conjurar sus riquezas: pues para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre e indiferente».
He escogido para vivir esta ciudad. Soy de ella más que algunos que levantan la bandera de lo local: yo la he elegido a ella, ellos «sólo» han nacido —o los han nacido—aquí. No me emociono con las que se llaman sus «señas de identidad». De cualquier trapo se hace una bandera. Los rasgos pretendidamente propios son lo más gregario de todos los lugares: el mismo ruido que en otros sitios, el mismo fervor festivo que en el pueblo de al lado, la misma consciencia de estar en un lugar «distinto». No es eso, desde luego, lo que me cautiva. Pero tampoco el cosmopolitismo aldeano de quienes nos quieren llevar del hocico al pesebre institucional, y embutirnos lo que desde otras instancias se programa. Que jueguen a ese juego los que viven de la subvención, los que formalizan la limosna, los que corren para estar al día, los que leen «lo que se tiene que leer», los que piensan «lo que se tiene que pensar». Aquello es patrioterismo dogmático. Esto, lo he dicho antes, cosmopolitismo aldeano, que consiste en vivir en un sucedáneo de un sucedáneo: estar aquí mirando de reojo como papanatas lo que hacen en Alicante, que mira de reojo lo que hacen en Valencia, que mira de reojo...
La verdadera «provincia de la provincia» a la que alude el título no tiene que ver con ninguna de esas dos caricaturas. Cuando pienso en un héroe literario pienso en Don Quijote. Cuando imagino un lugar ideal recreo mentalmente, no los escenarios de sus aventuras, sino el pueblo en que fue fraguando su locura a lo largo de medio siglo de vida sin brillo, cuando sólo era don Alonso y se dedicaba a la lectura y a la caza. O sea: ese «lugar de La Mancha» donde el hidalgo fue tropezando con barberos, curas y bachilleres, y cuyo nombre no quiso siquiera pronunciar Cervantes.
Extraído de la Revista Villena de 1991
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