9 dic 2023

1955 LAS TOÑAS DE ANGELA

LAS TOÑAS DE ANGELA
(cuentecillo) Por Alfredo Rojas
No estoy seguro de que conozcáis al tío Pascual. Vive en el “Rabal”, en una pequeña plazoleta que no recuerdo ahora cómo se llama. Pero es probable que no sepáis quién es. Villena ya se nos ha hecho grande, y, además, el buen hombre no recurre, entre otras razones por serle desconocidas, a las mil estridencias con que hoy destacan su personalidad muchos que suplen con ellas su falta de meollo. Pero os aseguro que su conversación y su trato son tan placenteros, que pierde quién de ellos no haya disfru­tado. Os gustaría oir cómo juzga las cosas que pasan, y con qué acertados razonamientos discurre sobre ellas. Muchas veces lo he comparado con el Séneca de Pemán. Claro es que no llega a su altu­ra, y líbreme Dios de, al compararlos, querer hacer llegar al lector, ladinamente, la idea de que me equiparo yo, a mi vez, con el incopiable escritor andaluz, de quien estoy más lejos de lo que qui­siera.
Pues bien. De boca del tío Pascual escuché lo que voy a referir, y de cuyo relato es su mujer, Angela, pero Angela con acentuación llana, que es como se dice en Villena, personaje principal.
Veréis. El año pasado se murió un hermano del tío Pascual. Ya estaba el hombre enfermo algún tiempo, y la familia esperaba este desenlace, que ocurrió por la Virgen de Agosto; más concretamente, el día de San Joaquín. Y uno de los problemas con que Angela se encontró, fue el de las toñas.
He de indicaron que entre las habilidades de la mujer del tío Pascual, se cuente la de tener lo que se suele llamar “mano maestra” en cuanto se refiere a confeccionar la reina de las golosinas ca­seras con las que celebramos las solemnidades: la clásica toña. Parece que esta habilidad se la trans­mitió su madre, que ya la poseía, y también disfruta de ella la hermana de Angela. No seáis, pues, maridos, a vuestras esposas, cuando las oigáis decir que ciertas misteriosas condiciones de los ingre­dientes, influyen para que las toñas no queden bien hechas. No hay más responsabilidad que la de su parte activa en la confección de ellas. Y lanzo esta afirmación consciente del problema que voy a crear a más de un ama de casa inhábil, pero con la valentía del campeón que enarbola su lanza en defensa de la verdad.
Volvamos a la mujer del tío Pascual. Obligada por el luto, Angela se veía en la imposibilidad de celebrar las fiestas, dada su proximidad, y no tenía más remedio que incluir entre sus prohibicio­nes la que se refería a las toñas, que no podría hacer aquel año. ¡Las toñas de Angela, envidia del barrio, admiración de toda la clientela del horno! Pero el curioso protocolo por el que se rigen las mujeres de Villena, la obligaba a ello. Ya su vecina, Paca, con quien mantenía todos los años un no por silencioso menos enconado pugilato en lo que a la confección de las toñas se refería, pugilato que siempre terminaba con la victoria de Angela, le advirtió, melifluamente, que “no estaría bien que las hiciera aquel año, habiendo fallecido su cuñado quince días antes”.

Pero Angela no se rendía. Se resignaba a no ver las fiestas; pero las toñas, secreto tubo de esca­pe de su vanidad, se resistía a dejar de hacerlas. Y consultó con el tío Pascual. Puso como pretexto a los chiquillos. Ellos no entendían de ideas establecidas ni del qué dirán. ¿Se iban a quedar sin pro­bar las toñas aquel año?
El tío Pascual, al que en realidad le importaban un bledo los convencionalismos, dio su confor­midad a la idea de Angela. Porque ésta, en su fértil cerebro, había encontrado el modo de hacer las toñas sin dar que decir a nadie. Las haría en casa de su hermana, que vive al final de la calle del Copo, allí donde tantas casas nuevas han hecho ahora. Y una vez terminadas, a altas horas de la no­che las traerían a casa procurando que nadie las viera.
Y así se hizo. El día fijado por las dos hermanas, el tío Pascual se fue al bancal y se llevó a los chiquillos. Allí comerían, orilla a la “cequia”, al amparo de la sombra que prestaba la compacta hoja­rasca de la higuera. Mientras tanto, ellas preparaban todo lo nece­sario. Pesaron cuidadosamente la harina, blanca, finísima. Midieron con escrupulosidad el aceite. Después, al pesar el azúcar, dejó Angela que el platillo de la balanza bajara un poco más de la cuenta. Que el azúcar, en las toñas, nunca está de más. Y rotos los huevos, que bailaban ya en el aceite, empezaron la labor.
Por turno, empezaron a trabajar la masa. La golpeaban contra el lebrillo, hundían las manos en ella, la levantaban para dejarla caer con fuerza; de vez en cuando, echaban un poco de aceite. Y volvían a dar mil vueltas a la masa, con afán aparentemente inútil, pero que lentamente iba transformándola, hasta que juzgaron que ya estaba terminada aquella fase y la hermana de Angela se fue al horno con el lebrillo.
Espero Angela impaciente. Mientras, en un rincón del horno la masa iba subiendo, con lentitud hasta rozar el blanco mantel que la cubría. Y horas después, contemplaba Angela, extasiada, las toñas. Porque salieron una toñas que daba gloria verlas. Grandes, que es como deben ser, altas, esponjosas, sabrosas, mejor aún que nunca.. Y se dispusieron ambas a efectuar la parte más difícil. Llevarlas hasta el “Rabal” sin que las viera nadie.
La operación tenía sus dificultades. Paca se olía algo y vigilaba, si no con los cien ojos de Ar­gos, con dos que valían casi por tantos. Y, llegada que fué la noche, cuando todo el mundo dormía, Angela y su hermana emprendieron el camino; ésta, cargada con el tablero lleno de la esponjosa pasta; aquélla, ora delante, ora detrás, asegurándose antes de entrar por determinada calle, hurtan­do el rostro a la curiosidad de cualquier trasnochador que pudiera resultar un conocido.
Como dos fantasmas cruzaron el pueblo. Y llegó lo más difícil. Calladas, silenciosas, llegaron a la pequeña plazoleta. Angela, que previamente había engrasado cerradura y goznes, abrió cuidadosamente la puerta. Rápidamente entró la hermana, con el tablero. Y cuando con un suspiro de satis­facción se disponía Angela a cerrar, se abrió la puerta de Paca y salió ésta a la calle.
Se saludaron. Y Angela, rechinando los dientes, cerró la puerta, después de entrar también, y maldijo de Paca y de su mala suerte, llena de indignación. La vecina no había visto las toñas, no. Pero tenía la prueba del pecadillo de Angela. Un olor sabroso, a toña recién hecha, un olor a gloria que hacía la boca agua, triunfaba en la noche tranquila y llenaba la plazoleta.
DIBUJOS DE BLAS.
Revista Villena 1955
Cedida por... Elia Estevan.

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